Arte,
En su «República» Platón nos dice cómo debería ser una polis organizada de acuerdo con la más recta justicia, nos comenta que si a su ciudad ideal llegase un poeta dramático, sería prontamente guiado con firmeza cortés, a la frontera y devuelto sin más trámite a su casa. A lo largo de las páginas de la citada obra, Platón nos da a entender que a otros artistas se les reservaría un trato similar, comenzando con ciertos arquitectos de tendencias «modernas». En «Las leyes» por ejemplo, no sólo se preconiza la censura de obras de arte con motivos políticos, incluso se dan normas con un detalle íntegro para aplicarlas de forma más eficaz. Sobra recordar que cuando Platón habla de poetas y otros artistas no se refiere a gente mediocre movida por ciertos intereses comerciales —como los que abundan hoy día— sino a grandes talentos como Homero, Sófocles, Esquilo, Fidias, Policleto, etcétera, es decir; a los creadores que construyeron, lo que con la perspectiva de los siglos nos parece, un momento cumbre artístico de la humanidad.
Y ciertamente el viejo Platón no ha sido el único enamorado de la «verdadera belleza» que ha fustigado y menospreciado los logros de la belleza artística. Para el alevoso Kant, el prototipo de la verdadera belleza es el espectáculo de lo natural —la belleza «vaga» o «libre»— y mira con cierto desdén y desconfianza a los artistas, concediéndoles a lo más, alcanzar de vez en cuando esa «belleza adherente» o añadida de rango inferior. El propio Rousseau detestaba el teatro, que hubiese deseado ver erradicado de la república de Ginebra, incluso en ocasiones parece considerar todas las artes como una forma de decadencia de la que los ciudadanos con mayor salud democrática, harían bien en alejarse. Otro artista extraordinario en la novela, Tolstoi, escribió páginas cargadas de hiel contra Shakespeare —que por cierto detestaba Wittgenstein— considerándole representante de un tipo de arte que corrompe la rectitud moral y religiosa de sus víctimas. Incluso un gran esteta como lo es Santayana, señaló que «un genuino amante de lo bello podría no entrar jamás en un museo».
A lo que cabe la pregunta: ¿A qué se debe este tipo de argumentos antiartísticos? No sólo los de Platón, Kant o Tolstoi, sino los nazis —que persiguieron obras de arte «degeneradas»—, los talibanes que prohíben en Afganistán la música y prácticamente todo el cine norteamericano o, los rusos, prohibiendo el arte relacionado con la comunidad LGTTB.
Habría que aclarar que el viejo Platón desconfiaba de los artistas, por lo que nos previene contra ellos; estaba convencido de su fuerza, es decir; de su capacidad de seducción. El arte —contrario a lo que se podría creer— no es una trivial pérdida de tiempo, lo que al viejo Platón le preocupaba era esa «fuerza seductora» que tenían los artistas, los más peligrosos son los que se ocupan de describir sentimientos, pasiones y destinos humanos, es decir; los poetas o los dramaturgos —indubitablemente el viejo Platón, de vivir, incluiría en la lista a los periodistas, novelistas y cineastas— debido a que no hay algo que ejerza mayor seducción sobre los humanitos que la representación —por ficticia o caprichosa que sea— del comportamiento humano. Cualquier persona mínimamente adiestrada en el arte de la comprensión, puede descubrir los fallos y trampas de una argumentación teórica, un «buen artista» empero, puede hacer creíble e incluso admirable cualquier estilo de vida, incluso al más sofisticado de los espectadores. Por no hablar del vulgo...
Y por qué precisamente los dramatizadores de la vida humana ejercen, por lo general, una influencia más bien perniciosa y no benéfica (?) Según el viejo Platón el arte suele aceptar acríticamente las apariencias en lugar de cuestionarlas. Es decir; porque el artista gusta —sobremanera— de esas apariencias que también fascinan al público en general, en lugar de valorar y promover las «verdades racionales» que las subyacen y desmienten, de las cuales sólo se ocupan los filósofos —éclat de rire—. Fantasear sobre cosas inverosímiles es más entretenido y facil que estudiar y descifrar las apariencias de lo real. Peor aún: como el artista o el poeta —hoy el periodista, el novelista, el cineasta, etcétera— lo que desea ante todo, es agradar a su clientela y causar placer a las masas, se centra con delectación en las biografías de los malvados «porque el hombre malo es múltiple, divertido y extremo, mientras que que el hombre bueno es tranquilo y siempre el mismo».
Así que eso que llaman ética lleva las de perder en materia de diversión frente a la estética. Esto, porque sabemos a priori cómo deben ser las personitas decentes —su comportamiento se rige por «principios», es decir por normas que conocemos incluso antes de conocerlos a ellos—, en tanto que los malos resultan variados en su transgresión y hasta fascinantes. Sólo hay unas cuantas maneras de portarse bien, mientras que las de portarse mal son innumerables, de aquí proviene que la ética —la cual no hace sino recordar una y otra vez lo fundamental— sea estéticamente aburrida, mientras que la estética —que pretende ante todo la novedad y lo insólito— sea moralmente sospechosa. Como bien señala Iris Murdoch:
El artista no puede representar ni encomiar lo bueno, sino únicamente lo demoníaco, lo fantástico y lo extremo; mientras que la verdad es tranquila, sobria y límitada; el arte es sofistería, en el mejor de los casos una imitación irónica cuya falsa 'veracidad' es un astuto enemigo de la virtud.
Para finalizar, Schiller solía decir que, la obra de arte más perfecta es la que cabe en el establecimiento de una verdadera libertad política, afirmación que indudablemente no hubiese contado con la aprobación del viejo Platón o, de los nazis o, de los rusos... El arte no preescribe lo que tenemos que hacer, sino que, por el contrario; nos agita, nos incita y, nos hace reflexionar para que, finalmente, hagamos lo que queremos hacer. Y a todo esto, Schiller le responde al viejo Platón:
Hay que dar la razón a los que dicen que lo bello y el estado en que lo bello pone al espíritu son enteramente indiferentes con respecto al conocimiento y a la 'convicción moral'. Tienen razón, en efecto: la belleza no produce en absoluto un resultado particular, ni realiza algún fin, ni intelectual ni moral; no nos descubre una verdad, no nos ayuda a cumplir un deber; y, en una palabra, es igualmente incapaz de afirmar el carácter y de iluminar el intelecto. La cultura estética, deja en la más completa indeterminación el valor de un hombre o su dignidad, en cuanto que ésta sólo puede depender de él mismo; lo único que consigue la cultura estética es poner al hombre, 'por naturaleza', en situación de hacer por sí mismo lo que quiera, devolviéndole por completo la libertad de ser lo que deba ser.
Mimesis
En su «República» Platón nos dice cómo debería ser una polis organizada de acuerdo con la más recta justicia, nos comenta que si a su ciudad ideal llegase un poeta dramático, sería prontamente guiado con firmeza cortés, a la frontera y devuelto sin más trámite a su casa. A lo largo de las páginas de la citada obra, Platón nos da a entender que a otros artistas se les reservaría un trato similar, comenzando con ciertos arquitectos de tendencias «modernas». En «Las leyes» por ejemplo, no sólo se preconiza la censura de obras de arte con motivos políticos, incluso se dan normas con un detalle íntegro para aplicarlas de forma más eficaz. Sobra recordar que cuando Platón habla de poetas y otros artistas no se refiere a gente mediocre movida por ciertos intereses comerciales —como los que abundan hoy día— sino a grandes talentos como Homero, Sófocles, Esquilo, Fidias, Policleto, etcétera, es decir; a los creadores que construyeron, lo que con la perspectiva de los siglos nos parece, un momento cumbre artístico de la humanidad.
Y ciertamente el viejo Platón no ha sido el único enamorado de la «verdadera belleza» que ha fustigado y menospreciado los logros de la belleza artística. Para el alevoso Kant, el prototipo de la verdadera belleza es el espectáculo de lo natural —la belleza «vaga» o «libre»— y mira con cierto desdén y desconfianza a los artistas, concediéndoles a lo más, alcanzar de vez en cuando esa «belleza adherente» o añadida de rango inferior. El propio Rousseau detestaba el teatro, que hubiese deseado ver erradicado de la república de Ginebra, incluso en ocasiones parece considerar todas las artes como una forma de decadencia de la que los ciudadanos con mayor salud democrática, harían bien en alejarse. Otro artista extraordinario en la novela, Tolstoi, escribió páginas cargadas de hiel contra Shakespeare —que por cierto detestaba Wittgenstein— considerándole representante de un tipo de arte que corrompe la rectitud moral y religiosa de sus víctimas. Incluso un gran esteta como lo es Santayana, señaló que «un genuino amante de lo bello podría no entrar jamás en un museo».
A lo que cabe la pregunta: ¿A qué se debe este tipo de argumentos antiartísticos? No sólo los de Platón, Kant o Tolstoi, sino los nazis —que persiguieron obras de arte «degeneradas»—, los talibanes que prohíben en Afganistán la música y prácticamente todo el cine norteamericano o, los rusos, prohibiendo el arte relacionado con la comunidad LGTTB.
Habría que aclarar que el viejo Platón desconfiaba de los artistas, por lo que nos previene contra ellos; estaba convencido de su fuerza, es decir; de su capacidad de seducción. El arte —contrario a lo que se podría creer— no es una trivial pérdida de tiempo, lo que al viejo Platón le preocupaba era esa «fuerza seductora» que tenían los artistas, los más peligrosos son los que se ocupan de describir sentimientos, pasiones y destinos humanos, es decir; los poetas o los dramaturgos —indubitablemente el viejo Platón, de vivir, incluiría en la lista a los periodistas, novelistas y cineastas— debido a que no hay algo que ejerza mayor seducción sobre los humanitos que la representación —por ficticia o caprichosa que sea— del comportamiento humano. Cualquier persona mínimamente adiestrada en el arte de la comprensión, puede descubrir los fallos y trampas de una argumentación teórica, un «buen artista» empero, puede hacer creíble e incluso admirable cualquier estilo de vida, incluso al más sofisticado de los espectadores. Por no hablar del vulgo...
Y por qué precisamente los dramatizadores de la vida humana ejercen, por lo general, una influencia más bien perniciosa y no benéfica (?) Según el viejo Platón el arte suele aceptar acríticamente las apariencias en lugar de cuestionarlas. Es decir; porque el artista gusta —sobremanera— de esas apariencias que también fascinan al público en general, en lugar de valorar y promover las «verdades racionales» que las subyacen y desmienten, de las cuales sólo se ocupan los filósofos —éclat de rire—. Fantasear sobre cosas inverosímiles es más entretenido y facil que estudiar y descifrar las apariencias de lo real. Peor aún: como el artista o el poeta —hoy el periodista, el novelista, el cineasta, etcétera— lo que desea ante todo, es agradar a su clientela y causar placer a las masas, se centra con delectación en las biografías de los malvados «porque el hombre malo es múltiple, divertido y extremo, mientras que que el hombre bueno es tranquilo y siempre el mismo».
Así que eso que llaman ética lleva las de perder en materia de diversión frente a la estética. Esto, porque sabemos a priori cómo deben ser las personitas decentes —su comportamiento se rige por «principios», es decir por normas que conocemos incluso antes de conocerlos a ellos—, en tanto que los malos resultan variados en su transgresión y hasta fascinantes. Sólo hay unas cuantas maneras de portarse bien, mientras que las de portarse mal son innumerables, de aquí proviene que la ética —la cual no hace sino recordar una y otra vez lo fundamental— sea estéticamente aburrida, mientras que la estética —que pretende ante todo la novedad y lo insólito— sea moralmente sospechosa. Como bien señala Iris Murdoch:
El artista no puede representar ni encomiar lo bueno, sino únicamente lo demoníaco, lo fantástico y lo extremo; mientras que la verdad es tranquila, sobria y límitada; el arte es sofistería, en el mejor de los casos una imitación irónica cuya falsa 'veracidad' es un astuto enemigo de la virtud.
Para finalizar, Schiller solía decir que, la obra de arte más perfecta es la que cabe en el establecimiento de una verdadera libertad política, afirmación que indudablemente no hubiese contado con la aprobación del viejo Platón o, de los nazis o, de los rusos... El arte no preescribe lo que tenemos que hacer, sino que, por el contrario; nos agita, nos incita y, nos hace reflexionar para que, finalmente, hagamos lo que queremos hacer. Y a todo esto, Schiller le responde al viejo Platón:
Hay que dar la razón a los que dicen que lo bello y el estado en que lo bello pone al espíritu son enteramente indiferentes con respecto al conocimiento y a la 'convicción moral'. Tienen razón, en efecto: la belleza no produce en absoluto un resultado particular, ni realiza algún fin, ni intelectual ni moral; no nos descubre una verdad, no nos ayuda a cumplir un deber; y, en una palabra, es igualmente incapaz de afirmar el carácter y de iluminar el intelecto. La cultura estética, deja en la más completa indeterminación el valor de un hombre o su dignidad, en cuanto que ésta sólo puede depender de él mismo; lo único que consigue la cultura estética es poner al hombre, 'por naturaleza', en situación de hacer por sí mismo lo que quiera, devolviéndole por completo la libertad de ser lo que deba ser.
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