Amor,
Hace no mucho tiempo mantenía un agradable y estéril debate sobre surrealismo y metafísica con André Breton y Jonathan Barnes. Nos encontrábamos en el Bar La Ópera, donde Pancho Villa disparó en la época revolucionaria. Acontecimiento que aplaudía Breton con particular alegría. En un momento de lucidez, muy frecuente en él, sentenció:
«Un filósofo a quien yo no entienda es un cerdo».
Barnes añadió:
«Los astrónomos no debaten con los astrólogos»
Los tres celebramos y vitoreamos la verdad tras esas palabras. Después de todo —señalé—, los filósofos que monopolizan la palabra y se valen de una retórica oscura y opaca no necesariamente «saben más», sino que hablan más; tienen la desgraciada costumbre de ladrar estupideces sin tregua. Cada pérfida reflexión filosófica que gruñen se repite una y otra vez; encuentro una notoria diferencia entre el mundo teórico de la filosofía barata y la vida real. La desapacible y repelente vida real; que incluye la codicia, el odio, la corrupción y la muerte. Hastiado y confuso celebro la fruición por beber. ¡Salud!
—¡SALUD!
—¡SALUD!
Discutimos por horas temas más importantes que aquejan a la sociedad: partidos políticos, los músicos de jazz, libre mercado, los clubes de fútbol, la juventud sin valores y, principalmente, las mujeres. Después de todo, no existe algo tan potencialmente peligroso, como un hombre enamorado de una mujer; si esto sucede, únicamente puede hacer tres cosas: amarla, sufrir por ella, o convertirla en literatura.
La infancia de Barnes transcurrió sin mayores contratiempos en el pequeño pueblo de Much Wenlock, Inglaterra. Fue en esta breve pero entrañable etapa, en la que adquirió el gusto por la historia y la filosofía. Su abuela Margaret solía contarle viejas historias que alimentaban su imaginación. Ese día, mientras los tres discutíamos sobre los peligros del amor, Barnes recordó un viejo relato que le contó su difunta abuela:
En el lejano año de 1355, el que sería conocido como el rey Pedro I de Portugal, se enamoró de Inés; hermosa dama de compañía de su esposa, Constanza. Finalmente se casaron en secreto. Para evitar que la hermosa muchacha fuese coronada, el padre de Pedro ordenó asesinarla, la orden fue ejecutada limpiamente y la bella Inés abandonó el mundo de los mortales. Pedro se entero de la afrenta, por lo que se levanto en armas y le declaro la guerra a su padre; el monarca de Portugal, Alfonso IV. La batalla duró cuarenta días con sus noches, Pedro salió victorioso y, finalmente, se convirtió en monarca de Portugal. Una vez instaurado en el poder, Pedro I coronó al cadáver de su difunta amante; fue ataviado con vestimentas reales, sentado en el trono y nombrado «Reina de Portugal». Durante el mandato del monarca los nobles del reino fueron obligados a brindarle homenaje a Inés, como señal de fidelidad y vasallaje.
El breve relato de Barnes confirmó nuestras sospechas sobre los peligros del amor y me recordó una vieja historia que leí en el periódico local:
En el año de 1927, Carl von Cosel, médico destacado de cincuenta años de edad, abandonó su ciudad natal en Dresde, Alemania, para hacer una nueva vida en Key West, Florida. Una vez instalado, comenzó a trabajar en el Hospital de la Marina de los Estados Unidos como radiólogo y patólogo. La vida le sonrió, después de todo, Cosel fue dotado de gran inteligencia y extraordinario talante; instalo un pequeño taller en su casa donde construyó numerosos inventos y equipo militar al que afectuosamente llamaba «Condesa Elaine». Todo marchaba espléndidamente hasta que, en abril de 1930, una paciente cambiaría su vida.
Maria Elena Milagro de Hoyos, una bella joven cubana de veintiún años de edad que había sido diagnosticada con tuberculosis. Cosel quedó totalmente enamorado de la joven, se obsesiono e intento todo tipo de tratamientos para salvarle la vida; desde pociones alquímicas hasta descargas eléctricas. Elena murió trece meses después, contaba con veintidós años de edad. Devastado por la muerte de su amada, el médico se ofreció a pagar el funeral y construyó un mausoleo diseñado por él mismo, con un ataúd lleno de sustancias metálicas tales como formaldehído para preservar el buen estado del cadáver.
Durante las siguientes noches el médico comenzó a visitar el sarcófago de Elena, este gastaba las horas «conversando» con su difunta musa. Cosel mantuvo esta actividad por doce semanas hasta que, finalmente, el médico logró escuchar la voz de su amada. Elena le pidió ser retirada de la prisión en la que se encontraba. A partir de ese momento la obsesión por resucitar a Elena hizo que Cosel cometiera locuras de inverosímil concepción: el médico fijó los huesos del cuerpo con ganchos de alambre y cuerdas de piano, llenó de trapos mojados con sustancias alquímicas los órganos ya deshidratados de Elena. Reparó su piel con cera, seda y yeso, sustituyendo sus ojos por unos de vidrio para así recrear el hermoso rostro de su amada. Días después Cosel celebró una ceremonia de matrimonio. Mantuvo esta relación por siete años, hasta que fue descubierto por las autoridades y despojado del objeto de su deseo.
—Otro caso menos evidente pero no por ello menos cuestionable —señaló Breton— es el de un profesor de filosofía y su joven y vulnerable alumna. En este particular el objeto amado no era una mujer, sino un hombre —la mujer que decide entregar su corazón a un hombre —intervino Barnes— busca un compañero leal, mantiene la relación bajo el signo del respeto y la paridad personales.
—Razón te daría, querido amigo —masculló Breton, con evidente malestar facial—, pero esta relación no fue mantenida bajo el signo del respeto y la paridad personales porque, como escribe Dostoievski, para nosotros cuentan sólo las personas que amamos, mientras que las que nos aman es como si no existieran:
«Tú serás quien eres. Y lo mismo seré yo», le escribía Heinrich Blücher a Hannah Arendt poco antes de casarse con ella. Blücher la amaba, pero ella tenía la desgracia de amar a Heidegger y probablemente no fue el genuino y libre amor como el que demostraba esa carta de Blücher escrita en septiembre de 1936. Heidegger, uno de los maestros más importantes de la filosofía del siglo XX, empezaba a seducir a la alumna de diecinueve años elogiando su inteligencia y su alma, ofreciéndose como un guía paterno para ayudarla a permanecer fiel a sí misma, asegurando comprender las inefables inquietudes de su juventud y pidiéndole que comprendiera la tremenda soledad de su vida ascéticamente sacrificada al estudio y a la conciencia.
Heidegger es un ejemplo de cómo se pueden simular —incluso con uno mismo— sentimientos aparentemente atormentados y bastante útiles para tiranizar a los demás, poniéndolos al servicio de la pretendida hipersensibilidad de uno; es así que inicia una penosa historia de amor. Tras una primera fase pasional, después transformada en una tierna amistad, la historia se prolongó a lo largo de toda la vida de ambos, con grandes vacíos e interrupciones ligadas a trágicos acontecimientos históricos como la llegada del nazismo, el exilio de la judía Hannah, la Segunda Guerra Mundial, la Alemania dividida y abochornada obligada a ajustar cuentas con su pasado y con los horrores del exterminio. Martin Heidegger y Hannah Arendt fueron y continúan siendo dos protagonistas del «terrible siglo Veinte», dos personalidades cuya grandeza y cuyo significado no pueden ser menoscabados por una relación sentimental en la que la única grandeza fue la valentía de Hannah Arendt y sobre todo la fidelidad de su afecto, que no logró borrar ni el tiempo ni los espantosos lutos y delitos acaecidos en aquella época. Es sobre Heidegger —por supuesto el más grande de los dos, una figura central en la historia de la civilización— sobre quien este avatar arroja una luz ora torva ora mezquina, entrelazándose a su compromiso con el nazismo.
Las pruebas eran contundentes y los tres consentimos jamás enamorarnos, por más atractivo que nos pudiera parecer. Continuamos bebiendo hasta el amanecer y, finalmente, abandonamos «La Ópera». Nos despedimos con entusiasmo y nos dirigimos a la salida, jamás nos volvimos a ver. Después de todo no somos sino despojos expelidos en los márgenes delincuentes de esta ciudad asfixiada...
Kitsch, amor y letras
Hace no mucho tiempo mantenía un agradable y estéril debate sobre surrealismo y metafísica con André Breton y Jonathan Barnes. Nos encontrábamos en el Bar La Ópera, donde Pancho Villa disparó en la época revolucionaria. Acontecimiento que aplaudía Breton con particular alegría. En un momento de lucidez, muy frecuente en él, sentenció:
«Un filósofo a quien yo no entienda es un cerdo».
Barnes añadió:
«Los astrónomos no debaten con los astrólogos»
Los tres celebramos y vitoreamos la verdad tras esas palabras. Después de todo —señalé—, los filósofos que monopolizan la palabra y se valen de una retórica oscura y opaca no necesariamente «saben más», sino que hablan más; tienen la desgraciada costumbre de ladrar estupideces sin tregua. Cada pérfida reflexión filosófica que gruñen se repite una y otra vez; encuentro una notoria diferencia entre el mundo teórico de la filosofía barata y la vida real. La desapacible y repelente vida real; que incluye la codicia, el odio, la corrupción y la muerte. Hastiado y confuso celebro la fruición por beber. ¡Salud!
—¡SALUD!
—¡SALUD!
Discutimos por horas temas más importantes que aquejan a la sociedad: partidos políticos, los músicos de jazz, libre mercado, los clubes de fútbol, la juventud sin valores y, principalmente, las mujeres. Después de todo, no existe algo tan potencialmente peligroso, como un hombre enamorado de una mujer; si esto sucede, únicamente puede hacer tres cosas: amarla, sufrir por ella, o convertirla en literatura.
La infancia de Barnes transcurrió sin mayores contratiempos en el pequeño pueblo de Much Wenlock, Inglaterra. Fue en esta breve pero entrañable etapa, en la que adquirió el gusto por la historia y la filosofía. Su abuela Margaret solía contarle viejas historias que alimentaban su imaginación. Ese día, mientras los tres discutíamos sobre los peligros del amor, Barnes recordó un viejo relato que le contó su difunta abuela:
En el lejano año de 1355, el que sería conocido como el rey Pedro I de Portugal, se enamoró de Inés; hermosa dama de compañía de su esposa, Constanza. Finalmente se casaron en secreto. Para evitar que la hermosa muchacha fuese coronada, el padre de Pedro ordenó asesinarla, la orden fue ejecutada limpiamente y la bella Inés abandonó el mundo de los mortales. Pedro se entero de la afrenta, por lo que se levanto en armas y le declaro la guerra a su padre; el monarca de Portugal, Alfonso IV. La batalla duró cuarenta días con sus noches, Pedro salió victorioso y, finalmente, se convirtió en monarca de Portugal. Una vez instaurado en el poder, Pedro I coronó al cadáver de su difunta amante; fue ataviado con vestimentas reales, sentado en el trono y nombrado «Reina de Portugal». Durante el mandato del monarca los nobles del reino fueron obligados a brindarle homenaje a Inés, como señal de fidelidad y vasallaje.
El breve relato de Barnes confirmó nuestras sospechas sobre los peligros del amor y me recordó una vieja historia que leí en el periódico local:
En el año de 1927, Carl von Cosel, médico destacado de cincuenta años de edad, abandonó su ciudad natal en Dresde, Alemania, para hacer una nueva vida en Key West, Florida. Una vez instalado, comenzó a trabajar en el Hospital de la Marina de los Estados Unidos como radiólogo y patólogo. La vida le sonrió, después de todo, Cosel fue dotado de gran inteligencia y extraordinario talante; instalo un pequeño taller en su casa donde construyó numerosos inventos y equipo militar al que afectuosamente llamaba «Condesa Elaine». Todo marchaba espléndidamente hasta que, en abril de 1930, una paciente cambiaría su vida.
Maria Elena Milagro de Hoyos, una bella joven cubana de veintiún años de edad que había sido diagnosticada con tuberculosis. Cosel quedó totalmente enamorado de la joven, se obsesiono e intento todo tipo de tratamientos para salvarle la vida; desde pociones alquímicas hasta descargas eléctricas. Elena murió trece meses después, contaba con veintidós años de edad. Devastado por la muerte de su amada, el médico se ofreció a pagar el funeral y construyó un mausoleo diseñado por él mismo, con un ataúd lleno de sustancias metálicas tales como formaldehído para preservar el buen estado del cadáver.
Durante las siguientes noches el médico comenzó a visitar el sarcófago de Elena, este gastaba las horas «conversando» con su difunta musa. Cosel mantuvo esta actividad por doce semanas hasta que, finalmente, el médico logró escuchar la voz de su amada. Elena le pidió ser retirada de la prisión en la que se encontraba. A partir de ese momento la obsesión por resucitar a Elena hizo que Cosel cometiera locuras de inverosímil concepción: el médico fijó los huesos del cuerpo con ganchos de alambre y cuerdas de piano, llenó de trapos mojados con sustancias alquímicas los órganos ya deshidratados de Elena. Reparó su piel con cera, seda y yeso, sustituyendo sus ojos por unos de vidrio para así recrear el hermoso rostro de su amada. Días después Cosel celebró una ceremonia de matrimonio. Mantuvo esta relación por siete años, hasta que fue descubierto por las autoridades y despojado del objeto de su deseo.
—Otro caso menos evidente pero no por ello menos cuestionable —señaló Breton— es el de un profesor de filosofía y su joven y vulnerable alumna. En este particular el objeto amado no era una mujer, sino un hombre —la mujer que decide entregar su corazón a un hombre —intervino Barnes— busca un compañero leal, mantiene la relación bajo el signo del respeto y la paridad personales.
—Razón te daría, querido amigo —masculló Breton, con evidente malestar facial—, pero esta relación no fue mantenida bajo el signo del respeto y la paridad personales porque, como escribe Dostoievski, para nosotros cuentan sólo las personas que amamos, mientras que las que nos aman es como si no existieran:
«Tú serás quien eres. Y lo mismo seré yo», le escribía Heinrich Blücher a Hannah Arendt poco antes de casarse con ella. Blücher la amaba, pero ella tenía la desgracia de amar a Heidegger y probablemente no fue el genuino y libre amor como el que demostraba esa carta de Blücher escrita en septiembre de 1936. Heidegger, uno de los maestros más importantes de la filosofía del siglo XX, empezaba a seducir a la alumna de diecinueve años elogiando su inteligencia y su alma, ofreciéndose como un guía paterno para ayudarla a permanecer fiel a sí misma, asegurando comprender las inefables inquietudes de su juventud y pidiéndole que comprendiera la tremenda soledad de su vida ascéticamente sacrificada al estudio y a la conciencia.
Heidegger es un ejemplo de cómo se pueden simular —incluso con uno mismo— sentimientos aparentemente atormentados y bastante útiles para tiranizar a los demás, poniéndolos al servicio de la pretendida hipersensibilidad de uno; es así que inicia una penosa historia de amor. Tras una primera fase pasional, después transformada en una tierna amistad, la historia se prolongó a lo largo de toda la vida de ambos, con grandes vacíos e interrupciones ligadas a trágicos acontecimientos históricos como la llegada del nazismo, el exilio de la judía Hannah, la Segunda Guerra Mundial, la Alemania dividida y abochornada obligada a ajustar cuentas con su pasado y con los horrores del exterminio. Martin Heidegger y Hannah Arendt fueron y continúan siendo dos protagonistas del «terrible siglo Veinte», dos personalidades cuya grandeza y cuyo significado no pueden ser menoscabados por una relación sentimental en la que la única grandeza fue la valentía de Hannah Arendt y sobre todo la fidelidad de su afecto, que no logró borrar ni el tiempo ni los espantosos lutos y delitos acaecidos en aquella época. Es sobre Heidegger —por supuesto el más grande de los dos, una figura central en la historia de la civilización— sobre quien este avatar arroja una luz ora torva ora mezquina, entrelazándose a su compromiso con el nazismo.
Las pruebas eran contundentes y los tres consentimos jamás enamorarnos, por más atractivo que nos pudiera parecer. Continuamos bebiendo hasta el amanecer y, finalmente, abandonamos «La Ópera». Nos despedimos con entusiasmo y nos dirigimos a la salida, jamás nos volvimos a ver. Después de todo no somos sino despojos expelidos en los márgenes delincuentes de esta ciudad asfixiada...
0 comentarios: