Dostoyevski,
Dios no les había dado hijos. Es decir, les dio uno que murió a edad temprana. Grigori adoraba a los niños y no se avergonzaba de demostrarlo. Cuando Adelaida Ivanovna huyó, Grigori recogió a Dmitri, que entonces tenía tres años, y durante un año lo cuidó como una madre, encargándose incluso de lavarlo y de peinarlo. Años después tomó a su cuidado a Iván y a Alexei, lo que le valió un bofetón, como he referido ya. Su propio hijo sólo le proporcionó la alegría de la espera durante el embarazo de Marta Ignatievna. Apenas vio al recién nacido, se sintió apenado y horrorizado, pues la criatura tenía seis dedos. Grigori guardó silencio hasta el día del bautizo. Para no decir nada, se fue al jardín, donde estuvo tres días cavando. Cuando llegó el momento del bautizo, algo había pasado por su imaginación. Entró en el pabellón donde se habían reunido el sacerdote, los invitados y Fiodor Pavlovitch, que era el padrino, y manifestó que en modo alguno debía bautizarse al niño. Lo dijo en voz baja, lentamente y mirando al sacerdote con expresión estúpida.
—¿Por qué? ‑preguntó el religioso, entre asombrado y divertido.
—Porque... es un dragón —balbuceó Grigori.
—¿Cómo un dragón?
Grigori estuvo unos momentos callado.
—La naturaleza ha sufrido una confusión —murmuró vagamente pero con acento firme, para demostrar que no quería extenderse en explicaciones.
Hubo risas y, naturalmente, el niño fue bautizado. Grigori oró con fervor junto a la pila bautismal, pero mantuvo su opinión acerca del recién nacido. Aunque no se opuso a nada, durante las dos semanas que vivió la enfermiza criatura, él apenas la miró: afectaba no verla y estaba siempre fuera de la casa. Pero cuando el niño murió a consecuencia de un afta, él mismo lo colocó en el ataúd y lo contempló con profunda angustia. Luego, cuando la fosa volvió a quedar llena de tierra, se arrodilló y se inclinó hasta el suelo. Jamás volvió a hablar del difunto, y Marta Ignatievna sólo lo nombraba cuando su marido estaba ausente.
La mujer observó que, tras la muerte del niño, Grigori se interesaba por las cosas divinas. Leía Las argucias con frecuencia, solo y en silencio, después de ponerse sus grandes gafas de plata. Raras veces, en la Cuaresma a lo sumo, leía en voz alta. Tenía predilección por el libro de Job. Se procuró una recopilación de las homilías y los sermones del santo padre Isaac el Sirio y los leyó obstinadamente durante varios años. No logró comprenderlos, pero seguramente por esta razón los admiraba más. Últimamente prestó oído a la doctrina de los Kblysty y se informó a fondo sobre ella preguntando al vecindario. Le impresionó profundamente, pero no se decidió a adoptar la nueva fe. Como es natural, todas estas lecturas piadosas aumentaban la gravedad de su fisonomía.
Tal vez era un hombre inclinado al misticismo. Como hecho expresamente, la llegada al mundo y la muerte de su hijo de seis dedos coincidieron con otro hecho sobremanera insólito a inesperado que dejó en él «un recuerdo imborrable», según su propia expresión. La noche que siguió al entierro del niño, Marta Ignatievna se despertó y creyó oír el llanto de un recién nacido. Tuvo miedo y despertó a su marido. Grigori prestó atención y dijo que más bien parecían «gemidos de mujer». Se levantó y se vistió. Era una tibia noche de mayo. Salió al pórtico y advirtió que los gemidos llegaban del jardín. Pero por la noche el jardín estaba cerrado con llave por el lado del patio y sólo se podía entrar en él por allí, ya que estaba rodeado por una alta y sólida empalizada. Grigori volvió a la casa, encendió una linterna, cogió la llave y, sin hacer caso del terror histérico de su mujer, seguro de que su hijo le llamaba, pasó en silencio al jardín. Una vez allí se dio cuenta de que los lamentos partían del invernadero que había no lejos de la entrada. Abrió la puerta y quedó atónito ante el espectáculo que se ofrecía a su vista: una idiota del pueblo que vagaba por las calles y a la que todo el mundo conocía por el sobrenombre de Isabel Smerdiachtchaia acababa de dar a luz en el invernadero y se moría al lado de su hijo. La mujer no dijo nada, por la sencilla razón de que no sabía hablar... Pero todo esto requiere una explicación.
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Fiódor Dostoyevski, Los hermanos Karamazov: Primera Parte: Libro III
Los hermanos Karamasov
Dios no les había dado hijos. Es decir, les dio uno que murió a edad temprana. Grigori adoraba a los niños y no se avergonzaba de demostrarlo. Cuando Adelaida Ivanovna huyó, Grigori recogió a Dmitri, que entonces tenía tres años, y durante un año lo cuidó como una madre, encargándose incluso de lavarlo y de peinarlo. Años después tomó a su cuidado a Iván y a Alexei, lo que le valió un bofetón, como he referido ya. Su propio hijo sólo le proporcionó la alegría de la espera durante el embarazo de Marta Ignatievna. Apenas vio al recién nacido, se sintió apenado y horrorizado, pues la criatura tenía seis dedos. Grigori guardó silencio hasta el día del bautizo. Para no decir nada, se fue al jardín, donde estuvo tres días cavando. Cuando llegó el momento del bautizo, algo había pasado por su imaginación. Entró en el pabellón donde se habían reunido el sacerdote, los invitados y Fiodor Pavlovitch, que era el padrino, y manifestó que en modo alguno debía bautizarse al niño. Lo dijo en voz baja, lentamente y mirando al sacerdote con expresión estúpida.
—¿Por qué? ‑preguntó el religioso, entre asombrado y divertido.
—Porque... es un dragón —balbuceó Grigori.
—¿Cómo un dragón?
Grigori estuvo unos momentos callado.
—La naturaleza ha sufrido una confusión —murmuró vagamente pero con acento firme, para demostrar que no quería extenderse en explicaciones.
Hubo risas y, naturalmente, el niño fue bautizado. Grigori oró con fervor junto a la pila bautismal, pero mantuvo su opinión acerca del recién nacido. Aunque no se opuso a nada, durante las dos semanas que vivió la enfermiza criatura, él apenas la miró: afectaba no verla y estaba siempre fuera de la casa. Pero cuando el niño murió a consecuencia de un afta, él mismo lo colocó en el ataúd y lo contempló con profunda angustia. Luego, cuando la fosa volvió a quedar llena de tierra, se arrodilló y se inclinó hasta el suelo. Jamás volvió a hablar del difunto, y Marta Ignatievna sólo lo nombraba cuando su marido estaba ausente.
La mujer observó que, tras la muerte del niño, Grigori se interesaba por las cosas divinas. Leía Las argucias con frecuencia, solo y en silencio, después de ponerse sus grandes gafas de plata. Raras veces, en la Cuaresma a lo sumo, leía en voz alta. Tenía predilección por el libro de Job. Se procuró una recopilación de las homilías y los sermones del santo padre Isaac el Sirio y los leyó obstinadamente durante varios años. No logró comprenderlos, pero seguramente por esta razón los admiraba más. Últimamente prestó oído a la doctrina de los Kblysty y se informó a fondo sobre ella preguntando al vecindario. Le impresionó profundamente, pero no se decidió a adoptar la nueva fe. Como es natural, todas estas lecturas piadosas aumentaban la gravedad de su fisonomía.
Tal vez era un hombre inclinado al misticismo. Como hecho expresamente, la llegada al mundo y la muerte de su hijo de seis dedos coincidieron con otro hecho sobremanera insólito a inesperado que dejó en él «un recuerdo imborrable», según su propia expresión. La noche que siguió al entierro del niño, Marta Ignatievna se despertó y creyó oír el llanto de un recién nacido. Tuvo miedo y despertó a su marido. Grigori prestó atención y dijo que más bien parecían «gemidos de mujer». Se levantó y se vistió. Era una tibia noche de mayo. Salió al pórtico y advirtió que los gemidos llegaban del jardín. Pero por la noche el jardín estaba cerrado con llave por el lado del patio y sólo se podía entrar en él por allí, ya que estaba rodeado por una alta y sólida empalizada. Grigori volvió a la casa, encendió una linterna, cogió la llave y, sin hacer caso del terror histérico de su mujer, seguro de que su hijo le llamaba, pasó en silencio al jardín. Una vez allí se dio cuenta de que los lamentos partían del invernadero que había no lejos de la entrada. Abrió la puerta y quedó atónito ante el espectáculo que se ofrecía a su vista: una idiota del pueblo que vagaba por las calles y a la que todo el mundo conocía por el sobrenombre de Isabel Smerdiachtchaia acababa de dar a luz en el invernadero y se moría al lado de su hijo. La mujer no dijo nada, por la sencilla razón de que no sabía hablar... Pero todo esto requiere una explicación.
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Fiódor Dostoyevski, Los hermanos Karamazov: Primera Parte: Libro III
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