Filosofía,

A'Tuin

octubre 30, 2014 Uchutenshi 0 Comments



Hace no mucho tiempo se encontraba un sabio gurú indio dando una charla muy casual en Oxford sobre el universo. Aseguraba que el mundo está sostenido por un gran elefante que apoya sus patas sobre el lomo de una sabia y enorme tortuga. Una extrañada y curiosa señora le preguntó cómo se sostenía la tortuga; el sabio aclaró que se apoya sobre una ciclópea araña. La señora insistió, indagando sobre el sostén de la araña y el guru —algo cabreado— afirmó que se mantiene firme sobre una roca colosal. Como es de esperar, la señora volvió a cuetionar el sósten de la colosal roca y, el gurú exasperado, sabio y mosqueado repuso a gritos: «¡Señora, le aseguro que hay rocas 'hasta abajo'!» El problema no era que el gurú fuese un indio sabio, y la señora una inquisidora inglesa, sino que aquel hablaba el lenguaje del mito y ésta tenía auténtica e impertinente curiosidad filosófica.

     Algo similar le sucedió a un inminente físico, quien  explicaba a unos periodistas —con la mejor voluntad divulgadora—, la teoría de la gran explosión como origen físico del universo. Impaciente, uno de ellos le interrumpió: «Vale, muy bien pero, ¿existe o no existe Dios?».

     El lector advertirá el flagrante error del periodista al confundir entre campos de conocimiento distintos; uno hablaba de ciencia el otro de mitología. Y esto sucede más veces de lo que me gustaría aceptar; Dios no es un principio físico, así como un principio físico no pertenece a la teología y ésta no pertenece a la mitología. En matemáticas por ejemplo, se exige exactitud, mientras que el rigor en el razonamiento es lo ùnico que se puede esperar de los asuntos éticos y políticos —según señaló Aristóteles en su Ética a Nicómaco—. Así, el filósofo debe advertír y saber diferenciar las distintas áreas de conocimiento, para no caer en flagrantes errores como la dama inglesa o el despistado periodista.



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Lewis Carroll,

Los dos relojes de Carroll

octubre 30, 2014 Uchutenshi 0 Comments




¿Qué es mejor, un reloj que está a la hora una vez al año o, uno que lo está dos veces al día?

     «El segundo», respondes «incuestionablemente». Muy bien, ahora atiende.

     Tengo dos relojes: uno no anda en absoluto y el otro se atrasa un minuto al día, ¿cuál preferirías? «El que se atrasa», contestas «sin duda alguna». Ahora observa; el que se atrasa un minuto al día tiene que perder doce horas, o setecientos veinte minutos antes de que esté de nuevo en punto; por consecuencia, sólo está a la hora una vez cada dos años, mientras que el otro lo está evidentemente, tantas veces cuantas vuelva la hora que él indica; lo que ocurre dos veces al día. Así que te has contradicho una vez.

     —¡Ah!, pero —dices— ¿de qué sirve que sea puntual dos veces al día, si no puedo saber a qué hora lo soy?

     Vale, supongamos que el reloj marca las ocho en punto, ¿no ves acaso que el reloj estará a la hora cuando dan las ocho en punto? En consecuencia, cuando sean las ocho en punto, tu reloj estará a la hora.

     «Sí, eso lo veo», respondes. Muy bien, entonces te has contradicho dos veces; ahora sal del aprieto lo mejor que sepas y, no te contradigas otra vez si puedes evitarlo. Podría ser que siguieras preguntando: «¿Y cómo voy a saber cuándo son las ocho en punto? Mi reloj no va a decírmelo».

     Ten paciencia, tú sabes que cuando sean las ocho en punto tu reloj estará a la hora, muy bien, ésta es tu regla: mantén tus ojos fijos en el reloj y, en el momento preciso en que esté a la hora serán las ocho en punto.

      «Pero». Dirás, sin embargo, con eso habrá de bastar; mientras más arguyas, más irás alejándote del punto, así que será mejor que paremos.




Imagen de Mª Ángeles Gavira

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Literatura,

El señor ascohumano y yo

octubre 17, 2014 Uchutenshi 0 Comments


Me encontraba hundido en el sofá de la biblioteca mientras sostenía una plática con un señor de flacura insultante, era muy elegante, pero tal vez demasiado consciente de serlo, hablaba sobre filosofía —mal— y mientras me martirizaba con sus infamias, tenía el descaro de exigir seriedad; silenciando así, la tonadilla del cazador furtivo proveniente de mis labios.

     Me dirigí a la cantina, cogí una botella de vino apócrifo y me dedique a la loable tarea de vaciar el líquido con velocidad pentatlónica. Tras escuchar Der Freischütz —dos botellas y tres cigarros después— y fingir interés en el señor ascohumano, llegue a una inexorable resolución:

     Indubitablemente los que monopolizan la palabra no necesariamente «saben más», sino que hablan más: tienen la desgraciada costumbre de ladrar estupideces sin tregua.



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Arte,

Giuseppe Tartini, Sonata in G Minor Devil's Tril

octubre 17, 2014 Uchutenshi 0 Comments


Una noche soñé que hacía un trato con el Diablo por mi alma. Todo vino a mi mandato; el insólito sirviente anticipaba cada uno de mis deseos. Me asaltó de pronto la idea de prestarle mi violín y ver lo que podía hacer con él.

     Pero qué enorme fue mi asombro cuando le oí tocar con habilidad consumada una sonata de tan exquisita belleza que sobrepasaba el más audaz vuelo de mi imaginación. Me sentí arrebatado, transportado, encantado; mi aliento se suspendió; y desperté.

     Tomando el violín, procuré retener los sonidos que había escuchado. Pero fue en vano. La pieza que compuse entonces, la Sonata del Diablo, aunque la mejor que jamás haya escrito, ¡qué lejos está de la que oí en mi sueño!



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Filosofía analítica,

Elegir lo que significa una palabra

octubre 09, 2014 Uchutenshi 0 Comments




—No sé qué quieres decir con «gloria», dijo Alicia. Humpty Dumpty sonrió con desdén.

      —Claro que no lo sabes, hasta que te lo diga... Cuando utilizo una palabra —dijo Humpty Dumpty en un tono casi despectivo— significa lo que yo quiero que signifique, ni más ni menos.

     Entre los diversos trabajos de Lewis Carroll, destacan las historias para niños que incluían ideas matemáticas y filosóficas. En este fragmento de «A través del espejo», Carroll ridiculiza la teoría  lockeana en la cual las palabras signican lo que el hablante quiera. Para utilizar un lenguaje de manera apropiada —dice Carroll—, el usuario debe reconocer que los significados de las palabras vienen parcialmente o totalmente determinados por una convención públicamente aceptada.

     Según Locke, el significado de una palabra viene determinado por los pensamientos («ideas») que posee el hablante y posiblemente también el oyente. Así, las palabras son etiquetas para la colección privada  de ideas que cada uno tiene; «La percepción del acuerdo o desacuerdo de dos ideas».

     Wittgenstein, al igual que Carroll, atacó esta noción lockeana de lenguaje privado por reduccionista. Para Wittgenstein, el significado de una palabra viene determinado por su uso, de modo que la comprensión es una habilidad para emplear la palabra. Así, todas las frases con significado pueden analizarse como palabras formadas por nombres que remiten a objetos simples y cada objeto simple tiene sólo un nombre. Un hecho es una compleja relación de objetos simples y una oración representa dicho hecho mediante la combinación de los nombres de los objetos a fin de describir la relación que hay entre ellos. Por lo tanto, el único uso del lenguaje es hacer constar hechos acerca de los objetos que están en el mundo. Cualquier intento de emplear el lenguaje para otro propósito —como pretenden hacer los juicios de valor o los metafísicos—, implica un esfuerzo incoherente por ir más allá  de los límites del sentido.

     Al intentar comprender el significado de una palabra; no debemos preguntarnos qué significa sino cómo se usa, y sacarla de ese juego de lenguaje es abusar del mismo. Supongamos que un frutero cuenta cinco manzanas, sería absurdo extraer la palabra «cinco» de este contexto («cinco manzanas») y preguntarnos a qué misterioso objeto no físico se refiere.

     Si nos preguntamos por el significado de una palabra en un lenguaje particular, lo que nos encontramos son más palabras de ese lenguaje; lo que significan —si es que significan algo—, sigue sin conocerse. Por lo tanto, cualquier hecho objetivo que determine lo qué significa una palabra debe estar fuera del lenguaje; sin embargo, la única vía para representar ese hecho sería a través del lenguaje mismo, así que, no puede estar fuera del lenguaje. En conclusión, no hay fundamentos metafísicos para el lenguaje.

     Algunos planteamientos —como los de Kant o Heidegger— intentan forzar el lenguaje más allá de sus límites; ya que la respuesta no proviene del hecho de formular preguntas respecto a problemas filosóficos, sino de advertir que se había errado al plantearlos.


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Filosofía,

Principio antrópico

octubre 09, 2014 Uchutenshi 0 Comments


¿Tenemos certeza sobre la naturaleza de «todo» el Universo? Es decir, podemos afirmar rotundamente que las propiedades conocidas en física —como las cuatro fuerzas fundamentales— se pueden aplicar a «todo» el Universo. O, por el contrario, sólo al Universo observable (o medible). No sería acaso posible que vivieramos en una «zona» del Universo en la cual las leyes de la física son como creemos que son, pero que de hecho, no suceda así en el resto del cosmos.

     Este tipo de interrogantes ha llevado a distintos pensadores —filósofos y físicos, concretamente—, a formualar el famoso «principio antrópico», como el realizado por Robert Dicke:

     Puesto que hay observadores en el universo, éste debe poseer las propiedades que permiten la existencia de tales observadores.

     Esta aparente perogrullada resulta más interesante de lo que se podría pensar a simple vista. Las aparentes causalidades o regularidades que observamos en el Universo, tienen que estar vínculadas a nuestra propia aparición en él, en tanto estudiosos y observadores de lo real. Si somos capaces de entender —en cierta medida— con objetividad, cómo es el mundo, es precisamente porque somos (formamos) parte de él; si por el contrario, fuesemos incompatibles con la información del mundo, no lo sabríamos, y por obviedad no nos preguntaríamos cómo es el mundo; ¡es como si no fueramos parte de él!

     Brandon Carter, también formuló o, para ser más preciso, replanteó el principio antrópico de una manera más «fuerte»:

     El universo debe estar constituido de tal forma en sus leyes y en su organización que no podría dejar de producir alguna vez un observador.

     Con esta reformulación del citado principio, resulta indudable que la existencia de los humanos en el universo es posible —porque de hecho existe—. Es como si las condiciones cósmicas fuesen de tal manera, que «necesariamente» permitan nuestra aparición en el Universo, y una vez aparecidos, nos permitan entenderlo objetivamente. De ordinario podría incluso decir, que en el «diseño universal» es necesaria la especie humana, exige nuestra aparición; o acaso nuestra aparición exige la del universo, con todo ésta es un conclusión constructivista.

     Este tipo de pensamiento le desagradaba —de sobremanera— a Montaigne, y a esta pretensión le dedico algunas palabras:

     ¿Quién le ha hecho creer —al hombre— que este admirable movimiento de la bóveda celeste, la luz eterna de esas luminarias que giran tan por encima de su cabeza, los movimientos admirables y terribles del océano infinito, han sido establecidos y se prosiguen a través de tantas edades para su servicio y conveniencia? ¿Se puede imaginar algo más ridículo que esta miserable y frágil criatura, quien, lejos de ser dueña de sí misma, se halla sometida a la injuria de todas las cosas, se llame a sí misma dueña y emperatríz del mundo, cuando carece de poder para conocer la parte más ínfima y no digamos para gobernar el conjunto.



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