Literatura,

Ernest Hemingway como personaje inventado, Pedro Voltes

diciembre 07, 2015 Uchutenshi 0 Comments



Y, ciertamente, él mismo fue el peor de los personajes fic­ticios que creó, según resume el crítico norteamericano Ed­mund Wilson y recoge Jeffrey Meyers en el libro que dedicó en 1985 al premio Nobel, según luego veremos. No fue, sin duda, el primero de los escritores norteamericanos que se lu­cran de exhibir un perfil romancesco y accidentado, como si fuera un desdoro que un hombre de letras hubiera pasado la mayor parte de sus años entre libros. Semejante tendencia tie­ne parangón no menos curioso con la afición a escribir por lo menos un libro que tienen los hombres de acción norteameri­canos, sean generales, banqueros, deportistas o fabricantes.

     Sobre ese telón de fondo, el señor Hemingway (1899-1961) determinó que a él no le ganaría nadie en revestirse de connotaciones novelescas, y que la mejor publicidad que po­día proporcionar a sus escritos estribaba en sugerir que no contenían ni la décima parte de las trapisondas que podría re­flejar con solo repasar someramente sus recuerdos. Presumió sobre todo de dos excelencias: la de su historial épico y la de su conocimiento profundo y reposado de las cosas auténticas: el vino, el amor, los toros, el boxeo, la pesca, la caza, y así. En realidad, ni pegó un tiro en ninguna guerra ni sus vivencias fueron más notables que las de otros muchos hijos de vecino que no las han voceado por dinero.

     Tuvo Hemingway la enorme suerte de que le hirieran, en el curso de la Primera Guerra Mundial. A los diecinueve años de edad, se había apuntado como voluntario en la Cruz Roja para ver mundo y le habían enviado a las cercanías del frente de Italia. En la campaña del Piave, le hirió de cierta gravedad una granada de mortero mientras estaba repartiendo golosi­nas entre los soldados. Convaleció en Milán y el Gobierno ita­liano le dio una condecoración. El resto de los actos de guerra en Italia que él se atribuía son mentira. El profesor Kenneth Lynn tuvo la paciente severidad de irlos revisando en un libro que escribió sobre él en 1987 y llegó a la conclusión de que ni fue el primer norteamericano herido en Italia, ni llevó a cues­tas a un soldado italiano herido para ponerlo a salvo, ni reci­bió otras heridas de bala, ni se alistó en ningún regimiento, ni tomó parte en batalla alguna, ni vivió ninguna otra de las ex­periencias que él se adjudicaba.

     Acaso sea su novela más famosa Por quién doblan las cam­panas, que dio a conocer en 1940, pretendiendo describir una guerrilla de republicanos españoles que durante la guerra de 1936-1939 actúa detrás de las líneas enemigas. Un idealista norteamericano se suma a tales esfuerzos, introduciendo una nota de eficacia técnica y ayudando a sugerir la tesis básica de la novela: que el pueblo español fue utilizado y defraudado tanto por las naciones capitalistas y las fascistas como por el comunismo. Y por los literatos que medraron dando a su tra­gedia un falso colorido y un retumbo de aliño, podrían haber añadido.

     Hemingway había estado en España ya, en su época de jo­ven periodista, gestando su exitosa novela de 1926 Fiesta (The Sun also Rises,); y regresó durante la guerra para dedicar más horas a las barras de bar que a unas visitas esporádicas a los frentes. Está viva mucha gente que se acuerda de la frescura de los escritores y periodistas extranjeros que se pasearon por ambos bandos de la España ensangrentada, con mucho cuida­do de no salpicarse. Sin preocuparse mucho por quién había ganado la guerra, como dice Andrés Trapiello, Hemingway si­guió luego viniendo a fotografiarse con Baroja y decirle, con sobrado fundamento, que era el anciano moribundo quien se merecía el Nobel de Literatura; visita melancólica de la que se distrajo yéndose a los Sanfermines, a los toros, y demás.

     Si los españoles podemos formar este frío concepto de su conexión con nosotros, en París son dueños de pensar tres cuartos de lo mismo al reparar las páginas que dedicó a sus submundos. En The Sun also Rises, además Hemingway dejó pistas de su llamativa afinidad con «un hombre que está apa­sionadamente enamorado de una mujer sexualmente agresiva, de nombre andrógino y peinado varonil; un hombre que tiene el problema, como una lesbiana, de que no puede penetrar el cuerpo de su amada con el suyo». Son palabras del citado profesor Lynn, el cual señala, para remachar la indicación, que en 1986 se publicó un manuscrito inacabado de Heming­way, The Garden of Eden, donde cultiva fantasías transexuales y da a entender un amplio margen de ambivalencia en la ma­teria, más lato de lo que cabe tolerar en un macho de su re­nombre.

     Un personaje de Hemingway, en Soldier’s Home, se dedi­caba a «decir mentiras sin importancia que consistían en atri­buirse cosas que otros hombres habían visto, hecho u oído», y el propio escritor defendía, ya poniéndose él mismo ante las candilejas, que «no es anormal que los mejores escritores sean unos embusteros…; una gran parte de su oficio consiste en mentir o inventar y mentirán cuando estén borrachos, o se mentirán a sí mismos o a los demás». Así, Hemingway no va­ciló en decir o hacer decir que, en España, escribía crónicas solo para disimular que en realidad ejercía altas funciones militares en el campo republicano. Dentro de la misma mito­manía, anota Jeffrey Meyers que Hemingway había pretendi­do haberse dedicado a tocar el violonchelo durante un año que estuvo expulsado de la escuela, que se escapó de casa en su niñez, que boxeó y se dañó un ojo en un combate, que se implicó en los quehaceres de una banda de gángsters; que tuvo un romance con Mata Han, entre otros muchos de la misma especie fantasiosa; que reseñó batallas vividas por él en Anatolia entre griegos y turcos, que tenía una amante en Sicilia y una rótula de aluminio, qué sé yo.


     El 2 de julio de 1961 se suicidó en su casa de Ketchum, en Idaho.


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Albert Camus,

La Caída, Albert Camus

diciembre 07, 2015 Uchutenshi 0 Comments


El alcohol y las mujeres me procuraron, fuerza es confesarlo, el único consuelo del que yo era digno. Le confío este secreto, querido amigo, no tema hacer uso de él. Verá entonces cómo el verdadero libertinaje es liberador, porque no crea ninguna obligación. En el libertinaje uno no posee sino a su propia persona. Es, pues, la ocupación preferida de los grandes enamorados de sí mismos. El libertinaje es una selva virgen, sin futuro ni pasado y, sobre todo, sin promesas ni sanciones inmediatas. Los lugares en que se lo practica están separados del mundo; al entrar en ellos uno deja afuera el temor y la esperanza. La conversación no es allí obligatoria. Lo que uno va a buscar, puede obtenerse sin palabras y, a menudo, sin dinero. Ah, déjeme usted, se lo ruego, rendir un homenaje particular a aquellas mujeres desconocidas y olvidadas, que me ayudaron entonces. Aun hoy, con el recuerdo que guardo de ellas se mezcla algo que se parece al respeto.

     En todo caso, hice uso sin medida de esta liberación. Hasta llegaron a verme en un hotel consagrado a lo que la gente llama pecado, viviendo simultáneamente con una prostituta madura y una joven de la mejor sociedad. Con la primera representaba el papel de caballero andante, y a la segunda la puse en condiciones de conocer algunas realidades. Desgraciadamente, la prostituta tenía un temperamento muy burgués; consintió por fin en escribir sus recuerdos para un periódico confesional, muy abierto a las ideas modernas. Por su parte, la muchacha se casó para satisfacer sus instintos desatados y dar un empleo a sus notables dotes. No estoy menos orgulloso de que en aquella época una corporación masculina, con demasiada frecuencia calumniada, me haya acogido como a un igual. Se lo diré al pasar: bien sabe usted que aun hombres muy inteligentes cifran su gloria en poder vaciar una botella más que su vecino. Por fin yo había podido encontrar la paz y la libertad en esa dichosa disipación. Pero así y todo hube de encontrar un obstáculo en mí mismo. Fue mi hígado y luego una fatiga tan terrible que todavía hoy no me ha abandonado. Uno juega a ser inmortal y, al cabo de algunas semanas, no sabe siquiera si podrá arrastrarse hasta el día siguiente.



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Literatura,

La pesadilla de Stalin, Bertrand Russell

noviembre 03, 2015 Uchutenshi 0 Comments


Stalin, tras copiosos tragos de vodka mezclado con pimienta roja, se había dormido en su silla. Molotov, Malenkov y Beria, poniéndose un dedo en los labios, alejaban a inoportunos criados, que podían interferir el reposo del gran hombre. Mientras lo velaban, Stalin tuvo un sueño, que consistió en lo que sigue:

     La tercera guerra mundial había sido librada y perdida, y él se hallaba cautivo en manos de los aliados occidentales. Mas éstos, habiendo comprobado que el proceso de Núremberg provocó una reacción de simpatía hacia los nazis, decidieron en esta ocasión adoptar un plan diferente: Stalin fue puesto en manos de un comité de cuáqueros eminentes, los cuales pretendían que hasta él, por el solo poder del amor, podía ser conducido al arrepentimiento y a una vida de honrado ciudadano.

     Se convino en que, hasta tanto el trabajo espiritual se hubiese completado, las ventanas de la habitación de Stalin deberían enrejarse, no fuese que sucumbiese a la tentación de un acto impremeditado, y desde luego le sería prohibido todo acceso de cuchillos, por temor a que pudiese, en un rapto de desesperación, atacar a los que estaban empeñados en su regeneración. Estaba confortablemente alojado en dos habitaciones de una vieja casa de campo, pero las puertas estaban cerradas, excepto una hora cada día, durante la cual salía para dar un breve paseo en compañía de cuatro atléticos cuáqueros. En este momento era requerido para admirar las bellezas de la naturaleza y deleitarse con el canto de la alondra. Durante el resto del día le estaba permitido leer y escribir, pero no podía leer literatura alguna considerada como inflamable. Se le proveía de la Biblia, El progreso del peregrino y La cabaña del tío Tom, y en ocasiones, y como obsequio especial, se le autorizaban las novelas de Charlotte M. Yonge. Tenía prohibido el tabaco, el alcohol y la pimienta roja. Podía tomar cacao a cualquier hora del día o de la noche, tanto más cuanto que sus guardianes eran proveedores de ese inocente brebaje. Con moderación, se le permitían el café y el té, pero no en tal cantidad u hora que pudiese perturbar una saludable noche de reposo.

     Cada mañana y cada tarde, por espacio de una hora, los graves hombres a cuyo cuidado había sido confiado le explicaban los principios de la caridad cristiana y la felicidad que aún podía alcanzar si se aviniese a reconocer su sabiduría. La tarea de razonar con él correspondió especialmente a los tres hombres a quienes se consideró más sabios entre todos aquellos que confiaban en hacerle ver la luz. Éstos eran el señor Tobías Toogood, el señor Samuel Swete y el señor Wilbraham Weldon.

     Stalin había conocido a estos hombres en los días de su esplendor. No mucho antes del estallido de la tercera guerra mundial se trasladaron a Moscú para interceder ante él y llevarle al convencimiento del error de sus métodos. Le hablaron de la benevolencia universal y del amor cristiano. Se habían expresado en términos inspirados sobre los goces de la mansedumbre, y habían tratado de persuadirle de que hay más felicidad en ser amado que en ser temido. Por un instante había escuchado, con una paciencia producida por el asombro, tras el cual exclamó, dirigiéndose a ellos con violencia:

     —¿Qué conocen ustedes, caballeros, de las alegrías de la vida? ¡Qué poco conocen ustedes del enervante placer de dominar a una nación entera por el terror, sabiendo que casi todos desean tu muerte y ninguno es capaz de perpetrarla, y que tus enemigos de todo el mundo están embarcados en vanos intentos de adivinar tus pensamientos secretos, sabiendo que tu poder sobrevivirá al exterminio, no sólo de tus enemigos, sino, a la vez, de tus amigos! No, señores; el tipo de vida que me ofrecen no tiene atractivo para mí. Márchense y continúen su sórdida búsqueda del beneficio, adornada con pretensiones de piedad, pero déjenme con mi más heroico concepto de la vida.

     Los cuáqueros, chasqueados momentáneamente, regresaron a sus hogares, dispuestos a esperar una oportunidad mejor. Caído ahora Stalin, y en su poder, confiaron en encontrarle más razonable ahora. Aunque parezca extraordinario, aquel se manifestó igualmente intratable. Ellos eran hombres que habían adquirido considerable experiencia en el trato de la delincuencia juvenil, desenmarañando los complejos de los jóvenes y llevándolos, por medio de la persuasión, a la creencia de que la honestidad es la mejor y más útil práctica.

     —Señor Stalin —dijo el señor Tobías Toogood—, esperamos que ahora advierta usted la insensatez del camino a que estuvo adscrito hasta este momento. Pasaré por alto la ruina que ha atraído usted sobre el mundo, pues me manifestaría que esto le deja indiferente, mas considere lo que usted ha atraído sobre su propia vida. Ha caído usted desde su alta posición a la condición de humilde prisionero, debiendo la comodidad de que goza al hecho de que sus guardianes no aceptan sus principios. Los goces altivos de que nos habló en ocasión de nuestra visita, en los días de su grandeza, no puede ya procurárselos por más tiempo. Pero si usted consiguiese salvar la barrera del orgullo, si pudiera arrepentirse, si pudiera aprender a encontrar la felicidad de los demás, podría subsistir para usted algún móvil, alguna satisfacción tolerable durante el resto de sus días.

     En este punto de la charla, Stalin se puso en pie de un salto y exclamó:

     —El infierno le lleve, lacrimoso hipócrita. No entiendo nada de cuanto dice, excepto que ustedes están arriba y yo me encuentro en su poder, y han inventado un procedimiento para insultar mi infortunio, más aflictivo y humillante aún que cualquiera de los imaginados por mí durante las purgas.

     —¡Oh, señor Stalin! —dijo el señor Swete—, ¿cómo puede usted ser tan injusto y desatento? ¿No es capaz de apreciar que no tenemos sino las más benévolas intenciones hacia usted? ¿No puede ver que deseamos salvar su alma, y que deploramos la violencia y el odio que usted promovió, tanto entre sus enemigos como entre sus amigos? No tenemos ningún deseo de humillarle, y si tan sólo pudiera usted apreciar la grandeza terrenal al nivel de lo que en verdad vale, vería usted que es una escapatoria a la humillación lo que le estamos ofreciendo.

     —Realmente, esto es demasiado —dijo Stalin—. Cuando yo era niño, soportaba charlas semejantes en mi seminario de Georgia; pero ésta no es precisamente la clase de charlas que un adulto pueda oír con paciencia. Desearía creer en el infierno para poder deleitarme en el futuro con el placer de contemplar vuestra flaccidez desintegrándose entre ardientes llamas.

     —¡Oh, por favor, mi querido señor Stalin! —dijo el señor Weldon—, le ruego que no se excite, pues es tan sólo en la serenidad donde podrá usted aprender a ver la sabiduría de lo que estamos tratando de evidenciarle.

     Antes de que Stalin pudiese replicar, el señor Toogood intervino nuevamente:

     —Doy por seguro, señor Stalin, que un hombre de su gran inteligencia no puede permanecer eternamente cegado a la verdad, pero en este momento está usted sobreexcitado y sugiero que una sedante taza de cacao podría convenirle más que el nocivo y enervante té que ha estado usted bebiendo.

     Con esto, Stalin no pudo contenerse por más tiempo. Tomó la tetera y la arrojó contra la cabeza del señor Toogood. El abrasador líquido le chorreó por la cara, pero el señor Toogood se limitó a decir:

     —Bueno, bueno, señor Stalin, esto no es un argumento.

     En el paroxismo del furor, Stalin se despertó. El furor continuó obrando durante un momento, y halló salida hacia Molotov, Malenkov y Beria, que temblaron y se pusieron pálidos. Pero al despejarse los nublados del sueño, su ira se evaporó, y encontró satisfacción en un buen trago de vodka mezclado con pimienta roja.



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Literatura,

La espiral

octubre 07, 2015 Uchutenshi 0 Comments


La mayoría de la gente se enferma por no saber decir lo que ve o lo que piensa. Dicen que no hay nada más difícil que definir con palabras una espiral: es preciso, dicen, hacer en el aire, con la mano, sin literatura, el gesto, ascendentemente enrollado en orden con que esa figura abstracta de los muelles o de ciertas escaleras se manifiesta a los ojos. Pero, siempre que nos acordemos de que decir es renovar, definiremos sin dificultad una espiral: es un círculo que sube sin conseguir cerrarse nunca.

     La mayoría de la gente, lo sé bien, no osaría definir así porque supone que definir es decir lo que los demás quieren que se diga, y no lo que es preciso decir para definir. Lo diré mejor: una espiral es un círculo virtual que se desdobla subiendo sin realizarse nunca. Pero no, la definición es todavía abstracta. Buscaré lo concreto, y todo será visto: una espiral es una serpiente sin serpiente enroscada verticalmente en ninguna cosa.

     Toda la literatura consiste en un esfuerzo por tornar real a la vida. Como todos saben, la vida es absolutamente irreal en su realidad directa: los campos, las ciudades, las ideas, son cosas absolutamente ficticias, hijas de nuestra compleja sensación de nosotros mismos. Son intransmisibles todas las impresiones, salvo si las convertimos en literarias. Los niños son muy literarios porque dicen como sienten y no como debe sentir quien siente según otra persona. Un niño, al que una vez oí, dijo queriendo decir que estaba al borde del llanto, no «tengo ganas de llorar», que es lo que diría un adulto, es decir, un estúpido, sino esto: «Tengo ganas de lágrimas». Y esta frase, absolutamente literaria, hasta el punto de que resultaría afectada en un poeta célebre, si él la pudiese decir, alude decididamente a la presencia caliente de las lágrimas rompiendo en los párpados, conscientes de la amargura líquida. «¡Tengo ganas de lágrimas!» Aquel niño pequeño definió bien su espiral.

     ¡Decir! ¡Saber decir! ¡Saber existir por medio de la voz escrita y la imagen intelectual! Todo esto es cuanto la vida vale: lo demás es hombres y mujeres, amores supuestos y vanidades falsas, subterfugios de la digestión y del olvido, gentes que se agitan, como bichos cuando se levanta una piedra, bajo el gran pedrusco abstracto del cielo azul sin sentido.


Fernando Pessoa


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Literatura,

Ateo gracias a Dios, Luis Buñuel

agosto 10, 2015 Uchutenshi 0 Comments



La casualidad es la gran maestra de todas las cosas. La necesidad viene luego. No tiene la misma pureza. Si entre todas mis películas siento una especial ternura hacia El fantasma de la libertad, es, quizá, porque abordaba este difícil tema.

     El guión ideal, en el que a menudo he soñado, arrancaría de un punto de partida anodino, banal. Por ejemplo: un mendigo atraviesa una calle. Ve una mano que asoma por la portezuela abierta de un lujoso automóvil y que arroja al suelo la mitad de un habano. El mendigo se detiene bruscamente para recoger el cigarro. Otro automóvil le arrolla y le mata.

     A partir de este accidente, se puede formular una serie indefinida de preguntas. ¿Por qué se han encontrado el mendigo y el cigarro? ¿Qué hacía el mendigo a esta hora en la calle? ¿Por qué el hombre que fumaba el cigarro lo ha tirado en ese momento? Cada respuesta dada a estas preguntas originará, a su vez, otras preguntas, progresivamente más numerosas. Nos hallaremos ante encrucijadas cada vez más complejas, que conducirán a otras encrucijadas, a laberintos fantásticos en los que habremos de elegir nuestro camino. Así, siguiendo causas aparentes, que no son, en realidad, sino una serie, una profusión ilimitada de casualidades, podríamos irnos remontando cada vez más lejos en el tiempo, vertiginosamente, sin pausa, a través de la Historia, a través de todas las civilizaciones, hasta los protozoarios originales.

     Encuentro un magnífico ejemplo de esta casualidad histórica en un libro claro y denso que, para mí, representa la quintaesencia de una cierta cultura francesa, Poncio Pilatos, de Roger Caillois. Poncio Pilatos, nos cuenta Caillois, tiene todas las razones para lavarse las manos y dejar condenar a Cristo. Es el consejo de su asesor político, que teme disturbios en Judea. Es también el ruego de Judas, para que se cumplan los designios de Dios. Es incluso la opinión de Marduk, el profeta caldeo, que imagina la larga sucesión de acontecimientos que seguirán a la muerte del Mesías, acontecimientos que existen ya, puesto que él los ve y es profeta.

     A todos los argumentos, Pilatos solamente puede oponer su honradez, su deseo de justicia. Tras una noche de insomnio, toma su decisión y libera a Cristo. Éste es acogido con alegría por sus discípulos. Prosigue su vida y su enseñanza y muere a edad avanzada, considerado como un hombre muy santo. Durante uno o dos siglos, se sucederán los peregrinos ante su tumba. Luego, se le olvidará.

     Y, naturalmente, la historia del mundo será completamente distinta. Este libro me ha hecho fantasear durante mucho tiempo. Sé muy bien todo lo que se me puede decir sobre el determinismo histórico o sobre la voluntad omnipotente de Dios, que empujaron a Pilatos a lavarse las manos. Sin embargo, podía no lavárselas, rechazando la jofaina y el agua, cambiaba todo el curso de los tiempos.

     La casualidad quiso que se lavara las manos. Como Caillois, yo no veo ninguna necesidad en este gesto.

     Claro que, si bien nuestro nacimiento es totalmente casual, debido al encuentro fortuito de un óvulo y un espermatozoide (¿por qué precisamente éste entre millones?), el papel del azar se difumina cuando se edifican las sociedades humanas, cuando el feto y, luego, el niño se encuentran sometidos a estas leyes. Y así es para todas las especies. Las leyes, las costumbres, las condiciones históricas y sociales de una cierta evolución, de un cierto progreso, todo lo que pretende contribuir a la creación, al avance, a la estabilidad de una civilización a la que pertenecemos por la suerte o la desgracia de nuestro nacimiento, todo eso se presenta como una lucha cotidiana y tenaz contra el azar. Nunca totalmente aniquilado, vivo y sorprendente, trata de acomodarse a la necesidad social.

     Pero yo creo que, en estas leyes necesarias, que nos permiten vivir juntos, es preciso abstenerse de ver una necesidad fundamental, primordial. Me parece, en realidad, que no era necesario que este mundo existiese, que no era necesario que nosotros estuviésemos aquí, viviendo y muriendo. Puesto que no somos sino hijos del azar, la Tierra y el Universo hubieran podido continuar sin nosotros, hasta la consumación de los siglos. Imagen inimaginable la de un Universo vacío e infinito, teóricamente inútil, que ninguna inteligencia podría concebir, que existiría solo, caos permanente, abismo inexplicablemente privado de vida. Quizás otros mundos, cegados a nuestro conocimiento, prosiguen así su curso inconcebible. Tendencia al caos, que sentimos a veces muy profundamente en nosotros mismos.

     Algunos sueñan en un universo infinito, otros nos lo presentan como finito en el espacio y en el tiempo. Heme aquí entre dos misterios tan impenetrables el uno como el otro. Por una parte, la imagen de un universo infinito es inconcebible. Por otra, la idea de un universo finito, que dejará algún día de existir, me sumerge en una nada impensable que me fascina y me horroriza. Voy de una a otra. No sé.

     Imaginemos que el azar no existe y que toda la historia del mundo, hecha bruscamente lógica y comprensible, pudiera resolverse en unas cuantas fórmulas matemáticas. En tal caso, sería necesario creer en Dios, suponer como inevitable la existencia activa de un gran relojero, de un supremo ser organizador.

     Pero Dios, que lo puede todo, ¿no habría podido crear por capricho un mundo entregado al azar? No, nos responden los filósofos. El azar no puede ser una creación de Dios, porque es la negación de Dios. Estos dos términos son antinómicos. Se excluyen mutuamente.

     Carente de fe (y persuadido de que, como todas las cosas, la fe nace a menudo del azar), no veo cómo salir de este círculo. Por eso es por lo que no entro en él.

     La consecuencia que de ello extraigo, para mi propio uso, es muy sencilla: creer y no creer son la misma cosa. Si se me demostrara ahora mismo la luminosa existencia de Dios, ello no cambiaría estrictamente nada en mi comportamiento. Ya no puedo creer que Dios me vigila sin cesar, que se ocupa de mi salud, de mis deseos, de mis errores. No puedo creer, y en cualquier caso no acepto, que pueda castigarme para toda la eternidad.

     ¿Qué soy yo para él? Nada, una sombra de barro. Mi paso es tan rápido que no deja ninguna huella. Soy un pobre mortal, no cuento ni en el espacio ni en el tiempo. Dios no se ocupa de Si existe, es como si no existiese.

     Razonamiento que antaño resumí en esta fórmula: «Soy ateo, gracias a Dios.» Fórmula que sólo en apariencia es contradictoria.

     Junto al azar, su hermano el misterio. El ateísmo –por lo menos, el mío– conduce necesariamente a aceptar lo inexplicable. Todo nuestro Universo es misterio.

     Puesto que me niego a hacer intervenir a una divinidad organizadora, cuya acción me parece más misteriosa que el misterio, no me queda sino vivir en una cierta tiniebla. Lo acepto. Ninguna explicación, ni aun la más simple, vale para todos. Entre los dos misterios, yo he elegido el mío, pues, al menos, preserva mi libertad moral.

     Se me dice: ¿Y la Ciencia? ¿No intenta, por otros caminos, reducir el misterio que nos rodea?

     Quizá. Pero la Ciencia no me interesa. Me parece presuntuosa, analítica y superficial. Ignora el sueño, el azar, la risa, el sentimiento y la contradicción, cosas todas que me son preciosas. Un personaje de La Vía láctea decía: «Mi odio a la Ciencia y mi desprecio a la tecnología me acabarán conduciendo a esta absurda creencia en Dios.» No hay tal. En lo que a mí concierne, es incluso totalmente imposible. Yo he elegido mi lugar, está en el misterio. Sólo me queda respetarlo.

     La manía de comprender y, por consiguiente, de empequeñecer, de mediocrizar —toda mi vida, me han atosigado con preguntas imbéciles: ¿Por qué esto? ¿Por qué aquello?—, es una de las desdichas de nuestra naturaleza. Si fuéramos capaces de devolver nuestro destino al azar y aceptar sin desmayo el misterio de nuestra vida, podría hallarse próxima una cierta dicha, bastante semejante a la inocencia.

     En alguna parte entre el azar y el misterio, se desliza la imaginación, libertad total del hombre. Esta libertad, como las otras, se la ha intentado reducir, borrar. A tal efecto, el cristianismo ha inventado el pecado de intención. Antaño, lo que yo imaginaba ser mi conciencia me prohibía ciertas imágenes: asesinar a mi hermano, acostarme con mi madre. Me decía: «¡Qué horror!», y rechazaba furiosamente estos pensamientos, desde mucho tiempo atrás malditos.

     Sólo hacia los sesenta o sesenta y cinco años de edad comprendí y acepté plenamente la inocencia de la imaginación. Necesité todo ese tiempo para admitir que lo que sucedía en mi cabeza no concernía a nadie más que a mí, que en manera alguna se trataba de lo que se llamaba «malos pensamientos», en manera alguna de un pecado, y que había que dejar ir a mi imaginación, aun cruenta y degenerada, adonde buenamente quisiera.

     Desde entonces, lo acepto todo, me digo: «Bueno, me acuesto con mi madre, ¿y qué?», y casi al instante las imágenes del crimen o del incesto huyen de mí, expulsadas por mi indiferencia.

     La imaginación es nuestro primer privilegio. Inexplicable como el azar que la provoca. Durante toda mi vida me he esforzado por aceptar, sin intentar comprenderlas, las imágenes compulsivas que se me presentaban. Por ejemplo, en Sevilla, durante el rodaje de Ese oscuro objeto del deseo, al final de una escena y movido por una súbita inspiración, pedí bruscamente a Fernando Rey que cogiera un voluminoso saco de tramoyista que estaba sobre un banco y marchara con él a la espalda.

     Al mismo tiempo, percibía todo lo que de irracional había en este acto y lo temía un poco. Rodé, pues, dos versiones de la escena, con y sin el saco. Al día siguiente, durante la proyección, todo el equipo estaba de acuerdo —y yo también— en que la escena quedaba mejor con el saco. ¿Por qué? Imposible decirlo, so pena de caer en los estereotipos del psicoanálisis o de cualquier otra explicación.

     Psiquiatras y analistas de todas clases han escrito mucho sobre mis películas. Se los agradezco, pero nunca leo sus obras. No me interesa. Yo hablo en otro capítulo del psicoanálisis, terapéutica de clase. Y añado aquí que algunos analistas, desesperados, me han declarado «inanalizable», como si yo perteneciese a otra cultura, a otro tiempo, lo cual es posible, después de todo.

     A mi edad, dejo que hablen. Mi imaginación está siempre presente y me sostendrá en su inocencia inatacable hasta el fin de mis días. Horror a comprender. Felicidad de recibir lo inesperado. Estas antiguas tendencias se han acentuado en el transcurso de los años. Me retiro poco a poco. El año pasado calculé que en seis días, es decir, en 144 horas, no había tenido más que tres horas de conversación con mis amigos. El resto del tiempo, soledad, ensoñación, un vaso de agua o un café, el aperitivo dos veces al día, un recuerdo que me sorprende, una imagen que me visita y, luego, una cosa lleva a la otra, y ya es de noche.

     Pido perdón si las páginas que preceden parecen confusas y pesadas. Estas reflexiones forman parte de una vida tanto como los detalles frívolos. No soy filósofo, ya que nunca he poseído capacidad de abstracción. Si algunos espíritus filosóficos, o que creen serlo, sonreían al leerme, bueno, me alegro de haberles hecho pasar un buen rato. Es un poco como si me encontrase de nuevo en el colegio de los Jesuitas de Zaragoza. El profesor señala con el dedo a un alumno y le dice: «¡Refúteme a Buñuel! » y es cuestión de dos minutos.


     Sólo espero haberme mostrado suficientemente claro. Un filósofo español, José Gaos, fallecido no hace mucho tiempo, escribía, como todos los filósofos, en una jerga inextricable. A alguien que se lo reprochaba, respondió un día: «¡Me tiene sin cuidado! La Filosofía es para los filósofos.» A lo cual, yo opondría la frase de André Breton: «Un filósofo a quien yo no entienda es un cerdo.» Comparto plenamente su opinión…, aunque a veces me cueste entender lo que dice Breton.


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Arendt,

Kitsch y Pasión. [Hannah Arendt y Martin Heidegger] Claudio Magris.

agosto 10, 2015 Uchutenshi 0 Comments



«Tú serás quien eres. Y lo mismo seré yo», le escribía Heinrich Blücher a Hannah Arendt poco antes de casarse con ella, para decirle que su vida en común no sería nunca un obstáculo para la libre maduración de su persona. Valiente luchador en las filas espartaquistas y hombre de gran generosidad, Blücher, segundo marido de Hannah Arendt, fue para ella un compañero leal, pero no fue esta relación mantenida bajo el signo del respeto y la paridad personales la que determinó la vida de Hannah, quizás porque, como escribe Dostoievski, para nosotros cuentan sólo las personas que amamos, mientras que las que nos aman es como si no existieran.

     Blücher la amaba, pero ella tenía la desgracia de amar a Heidegger y probablemente no fue el genuino y libre amor que demostraba esa carta de Blücher de septiembre de 1936 lo que le conmovió, sino la primera carta que le escribió Heidegger el 10 de febrero de 1925 —una carta untuosa y falsamente profunda en la que el gran profesor de la Universidad de Friburgo, uno de los maestros de la filosofía del siglo, empezaba a seducir a la alumna de diecinueve años elogiando su inteligencia y su alma, ofreciéndose como un guía paterno para ayudarla a permanecer fiel a sí misma, asegurando comprender las inefables inquietudes de su juventud y pidiéndole que comprendiera la tremenda soledad de su vida ascéticamente sacrificada al estudio y a la conciencia.

     Con esa carta —que es un modelo de cómo se pueden simular incluso con uno mismo sentimientos aparentemente atormentados y utilísimos para tiranizar a los demás, poniéndolos al servicio de la pretendida hipersensibilidad de uno— da comienzo una penosa historia de amor, que ha sido rigurosamente reconstruida por Elzbieta Ettinger. Tras una primera fase pasional, después transformada en una tierna amistad, la historia se prolongó a lo largo de toda la vida de ambos, con grandes vacíos e interrupciones ligadas a trágicos acontecimientos históricos como la llegada del nazismo, el exilio de la judía Hannah, la Segunda Guerra Mundial, la Alemania dividida y abochornada obligada a ajustar cuentas con su pasado y con los horrores del exterminio.

     Martin Heidegger y Hannah Arendt fueron y continúan siendo dos protagonistas del «terrible siglo Veinte», dos personalidades cuya grandeza y cuyo significado no pueden ser menoscabados por una relación sentimental en la que la única grandeza fue la valentía de Hannah Arendt y sobre todo la fidelidad de su afecto, que no logró borrar ni el tiempo ni los espantosos lutos y delitos acaecidos en ese tiempo. Es sobre Heidegger —por supuesto el más grande de los dos, una figura central en la historia de la civilización— sobre quien este avatar arroja una luz ora torva ora mezquina, entrelazándose a su compromiso con el nazismo.

     Fue Heidegger quien transformó esta relación en un episodio que va más allá de la esfera afectiva privada y afecta a su objetiva responsabilidad política y moral —y de la cultura que representa— puesto que él mismo mezcló el nivel personal con el público, instrumentalizando cínicamente, muchos años después, su historia de amor con Hannah para ocultar las huellas más sórdidas de su pasado nazi y promover su rehabilitación o incluso su ensalzamiento como víctima más que cómplice del Tercer Reich. La historia de la genial judía alemana que se enamora del genial profesor y obtuso antisemita alemán es, entre otras cosas, un símbolo incluso demasiado socorrido del trágico encuentro de la cultura alemana con la judeoalemana, que fue el alma de Alemania, antes de ser asesinada.

     El comienzo del asunto no es demasiado original. Hannah se siente fascinada por el filósofo y por la extraordinaria filosofía alemana que éste encarna y que ha profundizado y vivido tal vez como ninguna otra el giro epocal de la historia contemporánea, la radical transformación del mundo, el exilio y la búsqueda de la verdadera vida, de la autenticidad existencial. Sin esta filosofía, lo mismo que sin la cultura judía y su tragedia, no habrían nacido más tarde los grandes libros de Hannah Arendt, desde el que versa sobre el totalitarismo al que trata la banalidad del mal.

     La estudiante se enamora, con arrebato y plena disponibilidad, del profesor, al cual le agrada pero no se enamora, ni siquiera cuando vive una experiencia erótica que hace que se le tambaleen sus metódicas costumbres —que él por lo demás protege escrupulosamente, fijando la hora y el minuto de las citas y prohibiéndole a la muchacha que le escriba. Ella acepta todas las reglas y cautelas impuestas por el maestro, pero no es una frágil Margarita seducida por Fausto, sino una persona libre y decidida, que sabe lo que quiere.

     Amar significa amar al otro, respetarlo, querer su bien y querer, aun cuando ello pueda ser doloroso, que sea él mismo. Hannah Arendt sabe amar, no pretende nunca manipular a Heidegger e intenta no darse cuenta de que él la manipula. Heidegger, encantado de que lo gobierne férreamente Elfride, la inflexible y eficiente mujer teutónica y nazi, conoce solamente el amor a sí mismo; necesita ser el ídolo de la joven y necesita de ella como de un «estimulante» —por citar sus palabras— que le haga sentir la intensidad de la vida. Alterna con ella ternuras, órdenes, melancolías, halagos, tomas de distancia, sentimentalismo, algún que otro poemita kitsch como sólo la cultura alemana, en sus peores aspectos, que constituyen una involuntaria autoparodia, es capaz de generar.

     Esa cultura es grande por su horizonte filosófico-poético-religioso, que le permite descender al fondo de la vida y la historia, abrirse a ese sentido de lo divino y del absoluto del que nace una excelsa poesía, por ejemplo la ardiente lírica de Hölderlin. Pero basta salirse un poco de ese absoluto, aunque sólo sea en una cuestión de matiz, para caer en un pathos redundante y chabacano, en el mal gusto del énfasis y de la unción pseudorreligiosa, que es a la religión como lo falso a la verdad. De esa cultura alemana ha nacido no sólo una extraordinaria espiritualidad, sino también su caricatura, la pretensión de una asiduidad con lo divino tan regular como la de quien toma todos los días el té en su compañía, y la pretensión también del monopolio de lo sagrado, degradándolo al nivel de la pacotilla —incluso el pastor del Ser, al que Heidegger aspiraba, puede descender a la categoría de su administrador delegado, de la misma forma que la absorta interioridad que resuena en los Lieder acaba distorsionada en una retórica pseudolírica.

     Sobre la historia de amor entre Hannah Arendt y Heidegger pesa, por causa de éste, ese sensiblero infinito al por mayor que parece sublime y que sirve —como habría dicho Broch, a quien también amó Hannah Arendt más tarde— para falsificar la realidad y el auténtico sentido del infinito. Al leer esta historia de amor tan —demasiado— alemana, se advierte la falta de esa sobria laicidad que requiere el verdadero sentimiento, capaz de mirar cara a cara a la vida en su maraña de seducción y fealdad, de verdad y engaño.

     Se siente la falta de esa vehemente y desencantada lucidez con la que los grandes escritores franceses —de Madame Lafayette a Laclos y de Flaubert a Proust— escrutaron los infiernos de la pasión, el enredo de perdición amorosa y rapaz crueldad, sin dorar la píldora y sin fingir una imposible inocencia del corazón.

     Como recuerda Ernestina Pellegrini en su estupendo libro sobre la representación de la muerte en la literatura del siglo XIX, Necropoli immaginarie [Necrópolis imaginarias], Flaubert salda sus cuentas con las que él mismo denomina «las letrinas del corazón» y es justamente esta capacidad de enfrentarse también con la miseria de Eros lo que le permite captar sin retórica todo su encanto, el abandono y el temblor.

     La relación sentimental, interrumpida por voluntad de Heidegger en 1928, se recorta sobre el fondo de la Alemania de aquellos años, con su prodigioso florecimiento intelectual y su creciente crisis política. La vida de los dos amantes se entrelaza a la de figuras como Husserl o Jaspers, que también se sintió fascinado por Heidegger a pesar de los agravios sufridos.

     He llegado a conocer, decenios más tarde, ese extraordinario ambiente académico de Friburgo, en el que todavía se podía ver a alguno de esos grandes personajes, y a conocer personalmente a algunos de los que aparecen en las páginas del libro de Ettinger: Hans Jonas, el joven estudiante que le facilita a Heidegger la dirección de Hannah y al que conocí ya cuando era un maestro venerable; Benno von Wiese, ligue juvenil de Hannah (que le dio a Heidegger, cuando lo supo, el alivio típico del egoísmo masculino en tales circunstancias) convertido más tarde en un papa del germanismo. Lo recuerdo en Turín, gordo y presumido, durante una conferencia a la que tuvimos que llevar también a nuestros familiares que no entendían una palabra de alemán para que no se indignara por la escasa asistencia de público. Aquel universo cultural era grande pero endogámico y, como todas las endogamias —sectas religiosas, clanes artísticos, grupos políticos, salones literarios, clubs exclusivos o camarillas académicas— era posesivo y paralizante para quien formaba parte de él, inducía a sus componentes a estar esclavizados por sus jerarquías y a adorar como ídolos a sus autoridades. Para ser libres, para no dejarse seducir por los maestros deseosos de someter almas a su poder y troquelar seguidores, es necesario ser intelectualmente polígamos y politeístas; si Hannah hubiese cultivado otros intereses y frecuentado otros mundos y otras amistades, habría sido más libre y más feliz.

     La relación entre ambos se vuelve endiablada muchos años más tarde, cuando reanudan sus relaciones tras la guerra, el exilio, Auschwitz. Hannah vive en los Estados Unidos, se ha convertido en una gran ensayista, testigo e intérprete de los infiernos del siglo. Heidegger ha sido apartado de la enseñanza —a la que luego será reintegrado gracias también a ella— por su compromiso con el nazismo. No ha cometido ningún delito, pero sí numerosas pequeñas y vergonzosas infamias respecto a maestros (como Husserl), colegas y estudiantes judíos e incluso católicos. Otros grandes del siglo comprometidos con el nazismo, como Céline y Hamsun, asumieron comportamientos mucho más graves —y menos cautos— pero pecharon con sus responsabilidades, mientras que Heidegger quiso hacerse pasar casi por víctima del nazismo, faltando penosamente a la honestidad y a la dignidad.

     En este sentido su conducta durante el nazismo no es sólo un comportamiento privado, moralmente censurable pero irrelevante en el plano cultural, sino que está ligada al papel global ejercido por él y por su pensamiento, en tantos aspectos especulativamente tan elevado. Incluso en el filósofo hay a veces un elemento de mezquindad que se aviene mal con un pastor del Ser o un lugarteniente de la Nada, por citar dos definiciones suyas, y se aviene mejor con el profesor que, embutido en el traje folclórico campesino de la Selva Negra que le gustaba vestir, se parece, en algunas fotografías, a uno de los siete enanitos.

     Hannah, que le fue siempre fiel en el fondo de su corazón, le ayuda a ser rehabilitado, no quiere ver sus gestos más malévolos y ruines, quiere creer en las mentiras en las que —con perfidia y sentimentalismo, escribe Elzbieta Ettinger— se envuelve y la envuelve. Para ella, Heidegger es todavía el hombre que ama, con un desinterés que la lleva a ayudar también a su familia; para él, Hannah es un instrumento excelente —habida cuenta de su prestigio internacional y su pasado de judía perseguida— para ser rehabilitado y volver a las filas del honor y la autoridad.

     Hannah se empeña en creer en sus falsificaciones. Sólo en dos ocasiones admite para su fuero interno que él «miente siempre» y que es «un potencial asesino». La claridad le dura poco y enseguida vuelve a caer en el sometimiento, a él y a su imagen conservada durante tantos años en el corazón, y se hace casi cómplice —una amante tan intrépida de la verdad como era ella— de sus falsificaciones, que no mistifican sólo una existencia privada, sino una página de la historia del mundo. Heidegger le está agradecido, incluso con ternura, pero cuando ya no la necesita la mantiene a distancia y no permite que le distraiga de sus estudios, según el estereotipo del hombre de genio al que le gusta la vitalidad que le da una mujer, pero luego le dice que se haga a un lado y le deje trabajar.

     En un memorable libro suyo sobre el proceso a Eichmann, Hannah Arendt descubrió la banalidad del mal, que, con su halo infernal, es también estúpido y kitsch. No tuvo el valor, ella, humana e intelectualmente tan atrevida, de descubrir que también un amor puede ser al mismo tiempo estremecedor y banal, que nos podemos enamorar también de una persona llena de bajezas. ¿Dónde podemos encontrar una respuesta a estas contradicciones? «En el corazón, dicen», responde un personaje de Vento sottile de Stefano Jacomuzzi, «pero allí reina una gran confusión y no hay que fiarse.»


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José Urriola,

El dueño del canon

mayo 23, 2015 Uchutenshi 0 Comments


José Urriola


Le encomendaron la tarea más sencilla, al tiempo que la más ardua de todas las imaginables, a él le tocaría elegir las mejores obras de la historia para que quedaran bendecidas para la posteridad. A la basura todas las demás, indignas de pertenecer al canon.

     Cerró los ojos, y con el índice a tientas lo dejó caer sobre una lista que algún otro le había escrito —quién sabe con cuáles nombres salidos de quién sabe dónde—; pero fue así: donde mejor cayera el dedo. Ésas serían, al azar. No tenía ni gusto, ni método, ni criterio. Ni siquiera tenía opción.

     Miles de años después la gente rendiría pleitesía a su decisión. La estudiarían en las escuelas y la gente haría reverencia ante lo sagrado de su buen gusto.

     Y el mundo sería, entonces, lo que será. Por su culpa.



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Física,

Celeritas

mayo 19, 2015 Uchutenshi 0 Comments



La naturaleza de la luz ha sido motivo de controversia durante siglos. Newton en su Óptica, propuso la hipótesis de que la luz estaba formada por partículas emitidas por los cuerpos luminosos. Es la conocida teoría corpuscular de la luz, que logro explicar algunas de sus propiedades, como la reflexión. Otras empero, como las interferencias y la polarización, no tenían cabida en el modelo. Estos fenómenos dieron origen a la teoría ondulatoria, creada por Agustin Fresnel y Thomas Young. Posteriormente, la teoría ondulatoria recibió un método matemático preciso por parte de Clerk Maxwell, quien probó que las ondas luminosas eran una forma de radiación electromagnética. Albert Einstein por su parte, demostró la necesidad de volver a una forma de teoría corpuscular, de naturaleza cuántica, para explicar el efecto fotoeléctrico. En la teoría de Einstein, los corpúsculos de Newton se convierten en cuantos individuales de energía llamados fotones. Actualmente la teoría electromagnética ondulatoria y la teoría cuántica de los fotones son necesarias para explicar todas las propiedades de la luz. Esta concepción, que supones una «dualidad onda-partícula», fue llamada complementariedad por Niels Bohr.

EL ESPECTRO VISIBLE


La prueba experimental de la existencia de las ondas electromagnéticas la dio en 1887 el físico alamán Heinrich Hertz. Como los distintos tipos de onda, las ondas electromagnéticas pueden caracterizarse por su longitud de onda. La luz consiste en aquellas ondas electromagnéticas a las que es sensible el ojo humano. El correspondiente intervalo de longitudes de onda es el espectro visible. Cuando una luz perteneciente al espectro visible incide sobre el ojo humano, se produce una sensación de color cuya naturaleza depende de la longitud de onda de la luz incidente.

     El espectro visible abarca desde el rojo, con una longitud de onda máxima (unos 740 nanómetros), hasta el violeta, con una longitud de onda mínima (unos 425 nanómetros). Si bien los colores varían de un extremo al otro del espectro, es habitual dividir la región en siete colores, los conocidos colores espectrales. La mezcla de esos colores en la luz solar da origen a la luz blanca. Sobra recordar que el espectro visible es tan sólo una pequeña parte del espectro electromagnético total.

LA VELOCIDAD DE LA LUZ


La velocidad de la luz, representada por c, es la velocidad a la que se propagan ésta y otras radiaciones electromagnéticas. Su valor en el vacío es de 2,99792458 x 108 metros por segundo. La velocidad de la luz en el vacío es una constante física que o depende ni del movimiento de la fuente ni del movimiento del observador. Esta notable propiedad de la luz es un postulado básico de la teoría especial de la relatividad,

     Es importante advertir que la velocidad de la luz en un medio material es menor que la velocidad de la luz en el vacío. Ello es consecuencia de la interacción entre la luz y los electrones del medio. En un determinado medio, la velocidad de la luz depende de su frecuencia; cuanto mayor es ésta, menor es aquélla. El cociente entre la velocidad de la luz en un medio y la velocidad de la luz en otro medio es el índice de refracción relativo, que se representa por n. El cociente entre la velocidad de la luz en el vacío y la velocidad de la luz en un medio material es el índice de refracción absoluto de dicho medio. Como la velocidad de la luz en un material depende de la frecuencia de la misma, también depende de ésta el índice de refracción absoluto.

     Por lo tanto, para definir el índice de refracción absoluto es necesario especificar una cierta longitud de onda. Suele elegirse a tal efecto la luz amarilla de 589,93nm emitida en la transición de un electrón entre dos niveles de energía del átomo de sodio. Cuando no hay ambigüedad, en vez de «índice de refracción absoluto», se habla simplemente de «índice de refracción».

     Un aspecto interesante de esto es que según la teoría de la relatividad, la velocidad de la luz en el vacío es la máxima velocidad alcanzable en el universo. No obstante, en un medio material es posible alcanzar velocidades que superan la velocidad de la luz en dicho medio. Cuando es más rápida que la velocidad de la luz en el medio por el que se mueve, una partícula eléctricamente cargada y muy energética emite radiación electromagnética —generalmente en forma de luz azul—. Esta radiación recibe el nombre de Radiación de Cherenkov en honor a su descubridor, el físico ruso Pável Alexéievich Cherenkov.


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Amado Nervo,

La serpiente que se muerde la cola

mayo 17, 2015 Uchutenshi 0 Comments


Amado Nervo


Me pasa frecuentemente, doctor —dijo el enfermo—, que al ejecutar un acto cualquiera, paréceme como que ya lo he ejecutado. No sé si usted experimenta alguna vez esta sensación tan rara y penosa. Hay amigos que afirman, quizá por consolarme, que a ellos les sucede otro tanto de vez en cuando. Pero en mí el caso es frecuentísimo. Hablo, y apenas he pronunciado una frase, recuerdo con vivacidad punzante que ya le he pronunciado otra vez. Veo un objeto, e instantáneamente me doy cuenta de que ya lo he mirado de la misma suerte, con la misma luz, en el mismo sitio... Le aseguro, doctor, que esto se vuelve insoportable. Acabaré en un manicomio... Ahora mismo —prosiguió— siento, recuerdo, estoy seguro de que ya, en otra u otras ocasiones, he descrito mi enfermedad a usted; sí, a usted, en iguales términos, en la misma habitación esta... Usted sonríe, como sonríe ahora. ¡Es horrible! Hasta el chaleco de piqué labrado que lleva usted lo llevaba entonces. Todo igual. La teoría de las reencarnaciones pudiera dar una sombra de explicación al caso; pero sólo una sombra, porque si he vivido ya otras vidas, han sido diferentes... en distintas épocas, con distintos cuerpos. ¿Por qué entonces veo las mismas cosas?

     El doctor se acarició la barba (que usaba en forma de abanico). Esto de acariciarse la barba es un lugar muy común que viene muy bien en las narraciones... Se acarició la barba y empezó así:

     —El caso de usted, amigo mío, es demasiado frecuente, aunque ésta vez acuse una intensidad poco común, y tiene dos explicaciones: una fisiológica y otra filosófica.

     Según la primera, su sensorio instantánea mecánicamente, registra los fenómenos exteriores que le transmiten las neuronas. Lo que usted ve u oye, queda fijado en su cerebro con rapidez extraordinaria, gracias a una sensibilidad especial; pero queda registrado, sin que usted se dé cuenta de ello. Ahora bien; después de este registro (una fracción de segundo después) usted se entera de que ve un objeto, de que oye una frase, ya vistos y oídos a hurtadillas de su conciencia. Entonces, naturalmente, la memoria de usted se acuerda de la impresión anterior (aunque sea en esa fracción de segundo) a la otra, y este recuerdo le proporciona a usted la sensación de duplicidad de que me habla1. Por tanto —concluyó el doctor—, no debe alarmarse. El fenómeno, en suma, sólo prueba la excelente conductibilidad de sus células nerviosas, la diligencia con que se opera la transmisión de sensaciones entre los sentidos y el cerebro, y significa que tiene usted una naturaleza privilegiada, que responde admirablemente a toda solicitud exterior.

     El enfermo, visiblemente tranquilo, dejó oír un suspiro de satisfacción.

     ¿Y la segunda explicación, doctor? —preguntó.

     La segunda explicación es un poco más honda... Nos la da todo un sistema filosófico, cuyos patrocinadores han sido hombres de la talla de un Federico Nietzsche, un Gustavo Lebón y Blanqui. Puede sintetizarse así: Dado que el tiempo es infinito, y que el número de átomos de que se compone la materia es limitado, se deduce que los mismos sistemas de combinaciones deben fatalmente reproducirse; es decir, que el sistema de combinaciones que, al cabo de más o menos milenarios, le permitió a usted nacer y vivir, tiene que volverse a dar a fortiori, al cabo de un número n de siglos, de milenarios, de periodos, de ciclos, de lo que usted guste, ya que, matemáticamente, esas combinaciones, por numerosas que usted las suponga, no son infinitas. ¿Me entiende usted?

     —Sí doctor, perfectamente, pero eso que usted dice es estupendo.

     —Estupendo y lógico, amigo mío.

     El gran Flammarión, en una de sus más sugestivas páginas, supone que, dada la infinidad de mundos, puede formarse en la infinidad del espacio un planeta idéntico al nuestro, donde acontezcan idénticas cosas; que pase por idénticos periodos geológicos, para reproducir la historia de los hombres, sin una tilde de menos. En ese planeta vuelven a guillotinar a Luis XVI, el 21 de enero de 1793.

     ...Pero no es necesario ampliar la hipótesis. La teoría ortodoxamente científica, absolutamente matemática de lo limitado de las combinaciones atómicas, nos lleva, aún sin salir de este mundo que habitamos, a la inevitable conclusión de que el concurso de hechos infinitamente pequeños que, dadas tales o cuales circunstancias produjo al hombre llamado Pedro o Juan, ha producido ese mismo hombre n veces en la sucesión de los tiempos... y lo producirá todavía. Así pues, usted como yo, como todos, ha vivido, quién sabe cuántas veces, la misma vida, y la ha de vivir aún, en el eterno recomenzar de los siglos, simbolizado por la serpiente que se muerde la cola...

     Pero —exclamó el doctor— basta por hoy de filosofías. Necesita usted alimentarse bien y a sus horas. Son ya las ocho. Vaya a tomarse los mismos huevos pasados por agua y la misma leche que se ha bebido usted en tantas otras existencias idénticas.



_____________________________________________
1Sir James Crichton Browe designa con el nombre de «estados hipnoides» (dreamy states) esta repentina invasión de una vaga reminiscencia, que es la sensación de un desenvolvimiento misterioso de la realidad... William James, La experiencia religiosa.



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Graham Greene,

Un accidente absurdo

mayo 06, 2015 Uchutenshi 0 Comments

Graham Greene


I

Un jueves por la mañana, en la pausa entre la segunda y la tercera clase, Jerome fue citado a la oficina del encargado de cursos. Jerome no tenía miedo de verse en aprietos: era celador, nombre que el dueño y director de una escuela preparatoria bastante cara había elegido para los mejores alumnos de los cursos inferiores. Los celadores ascendían a guardianes y llegaban a ser cruzados antes de salir, como era de esperar para Marlborough o Rugby. El señor Wordsworth, encargado de cursos, estaba sentado ante su escritorio con aire perplejo.

     —Siéntate, Jerome —dijo el señor Wordsworth—. ¿Cómo andan las cosas en trigonometría?
     —Muy bien, señor.
     —He recibido un llamado telefónico, Jerome. De tu tía. Me temo que hay malas noticias para ti.
     —¿Sí, señor?
     —Tu padre ha tenido un accidente.
     —Oh…

     El señor Wordsworth lo miró con cierta sorpresa:

     —Un accidente serio.
     —¿Sí, señor?
    
     Jerome veneraba a su padre: el verbo era exacto. Así como el hombre recrea a Dios, Jerome recreaba a su padre: convertía a un andariego escritor viudo en un misterioso aventurero que viajaba a lugares remotos: Niza, Beirut, Mallorca, hasta las Canarias. A los ocho años, Jerome creía que su padre era un pistolero o un miembro del Servicio de Espionaje Británico. Ahora imaginó que su padre había caído «bajo una lluvia de balas de ametralladora». El señor Wordsworth jugaba con la regla sobre el escritorio. No sabía cómo continuar.

     —¿Sabes que tu padre estaba en Nápoles?
     —Sí, señor.
     —Tu tía recibió un cable del hospital.
     —Ah…
     —Fue un accidente en la calle —dijo el señor Wordsworth, ya desesperado.
     —¿Sí, señor?
 
     A Jerome le pareció muy natural que lo llamaran «un accidente en la calle». Desde luego, la policía habría disparado primero: su padre no atentaba contra la vida humana sino como último recurso.

     —Me temo que tu padre resultó gravemente herido.
     —Oh.
     —Lo cierto es que murió ayer, Jerome. Sin sufrir.
     —¿Le dispararon al corazón?
     —¿Cómo? ¿Qué has dicho, Jerome?
     —¿Le dispararon al corazón?
     —Nadie le disparó, Jerome. Se le cayó un cerdo encima.

    
     Los nervios de la cara del señor Wordsworth se crisparon inexplicablemente: por un instante pareció a punto de echarse a reír. Cerró los ojos, compuso su expresión y dijo rápidamente, como si hubiera sido preciso contar los hechos lo antes posible:

     —Tu padre caminaba por una calle de Nápoles cuando un cerdo se le cayó encima. Un accidente absurdo. Parece que en los barrios pobres de Nápoles la gente cría cerdos en los balcones. Éste cayó del quinto piso. Había engordado demasiado. El balcón cedió. El cerdo cayó sobre tu padre. El señor Wordsworth se apartó del escritorio y se acercó a la ventana, volviendo la espalda a Jerome. La emoción lo estremeció ligeramente.

     —¿Qué pasó con el cerdo? —preguntó Jerome.

II

No era insensibilidad por parte de Jerome, como interpretó el señor Wordsworth a sus colegas (hasta discutió con ellos la posibilidad de que Jerome no tuviera aún las condiciones para ser celador). Jerome sólo procuraba visualizar la extraña escena y obtener detalles concretos. Tampoco era Jerome un niño capaz de llorar; era un niño que cavilaba y nunca se le ocurrió en esa escuela preparatoria que las circunstancias de la muerte de su padre fueran cómicas; eran parte del misterio de la vida. Sólo después, durante el primer curso de la escuela pública, cuando contó los hechos a su mejor amigo, empezó a darse cuenta de cómo reaccionaban los demás. Naturalmente, después de esa confidencia lo llamaron, con bastante injusticia, Cerdo.

     Por desgracia su tía no tenía sentido del humor. Sobre el piano había una fotografía ampliada de su padre: un hombre corpulento y triste, con un inapropiado traje oscuro, posaba en Capri con un paraguas (para protegerse del sol). Las rocas del Faraglione se veían al fondo. A los dieciséis años Jerome tenía clara conciencia de que el retrato se parecía más al autor de Sol y sombra y Paseo por las Baleares que a un agente del Servicio de Espionaje. Pero amaba el recuerdo de su padre: aún poseía un álbum lleno de tarjetas postales (mucho tiempo antes les había despegado las estampillas para su otra colección) y le apenaba que su tía se embarcara con extraños en el relato de la muerte de su padre.

     «Un accidente absurdo», empezaba ella, y el extraño o extraña adquiría la expresión que corresponde a un oyente interesado o compungido. Ambas reacciones, desde luego, eran falsas, pero era terrible para Jerome comprobar que súbitamente, en mitad del vago palabreo de su tía, el interés del oyente se hacía genuino. «No me imagino cómo pueden permitirse cosas semejantes en un país civilizado —decía su tía—. Supongo que debemos considerar que Italia es civilizada… Desde luego, en el extranjero tiene uno que estar preparado para cualquier cosa. Mi hermano viajaba mucho. Siempre llevaba un filtro de agua consigo. Era mucho menos caro que comprar todas esas botellas de agua mineral. Mi hermano decía siempre que gracias a lo que el filtro le permitía ahorrar pagaba el vino de la cena. Ya se darán cuenta ustedes de que era un hombre muy cuidadoso. Pero ¿a quién podía ocurrírsele que, caminando por la Via Dottore Manuele Panucci rumbo al Museo Hidrográfico, se le caería un cerdo encima?» Ese era el momento en que el interés del oyente se hacía genuino.

     El padre de Jerome no había sido un escritor muy importante, pero siempre parece llegar un momento, después de la muerte de un escritor, en que alguien cree que vale la pena escribir al suplemento literario del Times para anunciar la preparación de una biografía y solicitar cartas, documentos o anécdotas de amigos del muerto. Por lo general esas biografías nunca aparecen: quizá no sean más que una oscura forma de chantaje y muchos de esos biógrafos en potencia encuentren de ese modo el medio de terminar sus estudios en Kansas o Nottingham: Jerome era contador público y vivía lejos del mundo literario. No comprendía que pocas amenazas había de que apareciera un biógrafo e ignoraba que había pasado el período de peligro. A veces ensayaba formas de relatar la muerte de su padre reduciendo al mínimo los elementos cómicos (era inútil negarse a informar, porque en ese caso el biógrafo acudiría sin duda a su tía, que tenía muchos años pero no daba muestras de perder sus energías).

     Jerome pensaba que sólo había dos soluciones: la primera consistía en aproximarse lentamente al accidente de modo que, cuando llegara el momento de describirlo, el oyente ya estuviera tan bien preparado que la muerte resultara casi un anticlímax. El peligro principal de provocar la risa era siempre la sorpresa. Cuando ensayaba este método, Jerome empezaba de manera bastante aburrida:

     «¿Conoce usted esas altas casas de vecindad, en Nápoles? Alguien me dijo una vez que los napolitanos se sienten en su elemento en New York, así como la gente de Turín se siente en su elemento en Londres porque el río es muy semejante en ambas ciudades. Bueno… ¿dónde estaba yo? Ah, sí. En Nápoles, desde luego. Le sorprenderían las cosas que los habitantes de los barrios pobres tienen en los balcones de esas casas de vecindad en forma de rascacielos. No crea usted que cuelgan ropa. Crían animales: gallinas y hasta cerdos. Desde luego, los cerdos no pueden hacer ejercicio y engordan rápidamente».

     Jerome imaginaba que, llegado este punto, el oyente abriría los ojos de asombro.
«No sé cuánto puede crecer un cerdo, pero esas casas viejas están a punto de derrumbarse… Un balcón de un quinto piso cedió bajo el peso de uno de esos cerdos. Al caer, dio contra el balcón del cuarto piso y rebotó hacia la calle. Mi padre se dirigía al Museo Hidrográfico cuando el cerdo le cayó encima. Como caía desde tan alto, le rompió la nuca». En verdad, era un intento magistral de convertir un tema intrínsecamente interesante en un relato tedioso. El otro método que Jerome ensayaba tenía el mérito de la brevedad.

     —Mi padre murió a causa de un cerdo.
     —¿De veras? ¿En la India?
     —No. En Italia.
     —Qué interesante. No sabía que cazaban jabalíes en Italia. ¿Su padre era un buen jugador de polo?

     Con el tiempo, ni demasiado pronto ni demasiado tarde —como si, en su carácter de contador público, Jerome hubiera estudiado las estadísticas para conducirse según el término medio— Jerome se comprometió: su novia era una muchacha agradable, de cara fresca, hija de un médico de Pinner. Se llamaba Sally y su autor preferido era Hugh Walpole. Adoraba a los niños desde que, a los cinco años, le habían regalado una muñeca que cerraba los ojos y hacía pis. La relación entre ambos era más placentera que vehemente, como correspondía al noviazgo de un contador público: Jerome no habría consentido en ella si hubiese perturbado su trato con las cifras.

     Sólo había un pensamiento que preocupaba a Jerome. Ahora que, en el curso de un año, podía ser padre, su amor por el muerto aumentaba: comprendía el afecto que revelaban las tarjetas postales. Sentía la ansiedad de proteger la memoria de su padre y temía que su apacible amor no sobreviviera si Sally era capaz de reírse de la muerte de su padre. Porque era inevitable que lo supiera cuando Jerome la llevara a comer a casa de su tía. En varias oportunidades trató de contárselo él mismo, puesto que ella estaba ansiosa por saber todo cuanto se relacionaba con Jerome.

     —¿Eras pequeño cuando murió tu padre?
     —Tenía sólo nueve años.
     —Pobrecito —dijo ella.
     —Estaba en la escuela. El encargado de cursos me zampó la noticia.
     —¿Cómo lo tomaste?
     —No puedo acordarme.
     —Nunca me contaste cómo murió.
     —Fue de repente. Un accidente en la calle.
     —Tú nunca manejarás ligero, ¿verdad, Jemmy?

     Había empezado a llamarlo Jemmy. Ya era demasiado tarde para ensayar el segundo método, el de la caza de jabalíes. Pensaban casarse tranquilamente en una oficina del Registro Civil y pasar la luna de miel en Torquay. Jerome evitó llevarla a casa de su tía hasta una semana antes de las bodas. Pero la noche llegó al fin y él no habría podido decir si sus temores tenían por objeto el recuerdo de su padre o la seguridad de su amor. El momento se presentó enseguida.

     —¿Este es el padre de Jemmy? —preguntó Sally, tomando la fotografía del hombre con el paraguas.
     —Sí, querida. ¿Cómo adivinaste?
     —Tiene los mismos ojos y la misma frente que Jemmy, ¿no es cierto?
     —¿Jerome te ha dado sus libros?
     —No.
     —Te los regalaré para tu casamiento. Escribía con tanta ternura acerca de sus viajes. Mi favorito es Rincones y escondrijos. Había hecho una gran fortuna. Por eso fue tanto más lamentable ese absurdo accidente…
     —¿Sí?

     Jerome sintió ganas de salir del cuarto para no ver al amado rostro crisparse de risa incontenible.

     —Recibí tantas cartas de sus lectores después de que el cerdo le cayó encima.

     Su tía nunca había sido tan abrupta. Entonces ocurrió el milagro. Sally permaneció sentada con los ojos desorbitados de horror mientras su tía le contaba el relato y al fin dijo:

     —¡Qué horrible! Es como para ponerse a pensar. Una cosa semejante. En un país de cielo tan claro…

     El corazón de Jerome palpitó de dicha. Era como si Sally hubiera disipado para siempre sus temores. En el taxi, cuando la llevaba a su casa, la besó con más pasión que nunca y ella le correspondió. Había niños en sus pálidos ojos celestes, niños que movían los ojos y hacían pis.

     —Falta una semana. —dijo Jerome, mientras Sally le apretaba la mano—. ¿En qué piensas, querida?
     —Me preguntaba qué habrá pasado con el pobre cerdo… —dijo Sally.
     —Supongo que se lo habrán comido —dijo Jerome, dichoso, y volvió a besar a su amada criatura.





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