Filosofía,
La mayoría de los humanitos creemos —a no ser que estemos bajo coaccción, pasando por algún trastorno psicológico o, padeciendo una patología cerebral— tener capacidad para la toma de decisiones, hacer elecciones libremente, etcétera. Es decir, que poseemos libre albedrío, que nuestro «yo» es el qué elige. A decir verdad no hay algo más alejado de la verdad —suponiendo que tal cosa exista— que dicha suposición, hasta ahora no he encontrado indicio alguno que afirme dicho argumento, por el contrario, todo indica que no lo hay, analizado desde la lógica, libros milenarios como el TAO, los sutras de la sabiduría trascendental (y si para vosotros eso es espiritismo junguiano), las neurociencias nos conducen exactamente hacia la misma dirección.
Estamos tan familiarizados y satisfechos con la experiencia de nuestro yo —especialmente en occidente— que preguntarse si realmente ese yo existe parece como si fuese la pregunta de un retrasado mental. Empero, la neurociencia moderna se plantea esa cuestión precisamente, a saber que el yo —como ya decía la filosofía hindú hace más de tres mil años—, es «maya», palabra del sánscrito que significa engaño, ilusión o lo que no es. En la filosofía védica se acuñó la palabra Ahamkara, palabra compuesta de Aham, que significa «yo» y kara que designa todo aquello que ha sido creado. Por lo tanto el yo sería una construcción ilusoria que aísla al sujeto cognoscente de su entorno, haciéndole creer que tiene una autonomía que no es real.
David Hume, en cierta ocasión inquirió: «Por mi parte, cuando entro más íntimamente en lo que llamo mí mismo (myself) siempre tropiezo con alguna percepción particular de calor o frío, luz o sombra, amor u odio, dolor o placer. En ningún momento puedo nunca cogerme a mí mismo sin una percepción, y nunca puedo observar nada excepto la percepción. Cuando desaparecen mis percepciones por algún tiempo, como cuando estoy profundamente dormido, durante tal tiempo estoy insensible a mí mismo y puede en verdad decirse que no existo.»
Como se puede observar, para Hume el yo no es más que un haz de percepciones. Veinticuatro siglos antes el Tathagata había llegado a la misma conclusión.
El filósofo estadounidense Daniel Dannett, llamó a este proceso el «Teatro Cartesiano», es decir, una especie de quimera en la cual, en alguna parte del cerebro existe un lugar donde todos los sucesos mentales convergen y son experimentados.
El cerebro no es un órgano pasivo, receptor de información, sino que el acto de la percepción es un proceso activo en el que el cerebro tiene «mucho que decir». Si tomamos el ejemplo de la visión, lo que constatamos es que cuando miramos a un árbol, por ejemplo, la luz que se refleja en sus hojas son radiaciones electro-magnéticas que inciden sobre los fotorreceptores de la retina del ojo produciendo
una cascada de reacciones químicas que se traducen en impulsos nerviosos que, tras un recorrido, llegan a la corteza visual donde estos impulsos se integran y procesan. En la corteza los datos sufren un proceso complicado que detecta la forma, los patrones, los colores y el movimiento; luego el cerebro lo integra para formar un todo coherente. De pronto aparece la imagen de un árbol en nuestra mente, lo que supone un auténtico misterio. Esa imagen la genera nuestra mente. En esta descripción se habla de una realidad que la mente no crea, y que se encuentra fuera de ella, es decir; las ondas electromagnéticas. Éstas son transformadas en impulsos nerviosos mediante las reacciones químicas que se desencadenan en los órganos sensoriales al incidir en ellos. Estos impulsos nerviosos tampoco son generados por la mente, sino por el contrario, son concebidos como los datos a partir de los cuales la mente crea, en su interior —y de acuerdo con sus propios criterios de interpretación—, una imagen, una representación de la realidad.
Asimismo se afirma que sólo conocemos nuestras propias creaciones. Pero no se repara en que la concepción de la realidad como ondas electromagnéticas es una teoría, es decir, una imagen científica de nuestra mente; una creación tanto o más artificial que los sonidos, los colores, los sabores, etcétera. Por lo tanto, lo que es presentado como una simple descripción, una «constatación» del proceso de la percepción, en realidad es el producto de correlacionar dos imágenes, dos «puntos de vista», el científico y el introspectivo, otorgando inexplicablemente al primero el valor de realidad y al segundo el de apariencia. Tal yuxtaposición presupone lo que se pretende demostrar: que la mente carece de realidad; la cual explica el carácter repentino y misterioso de la aparición de la imagen mental, así como la naturaleza ambigua de la mente.
En el Sho-do-ka (El canto de la iluminación), escrito por el maestro Yoka-Daishi, se encuentra el siguiente aforismo: «Todas las cosas son transitorias y completamente vacías.»
Sobre la mente II
La mayoría de los humanitos creemos —a no ser que estemos bajo coaccción, pasando por algún trastorno psicológico o, padeciendo una patología cerebral— tener capacidad para la toma de decisiones, hacer elecciones libremente, etcétera. Es decir, que poseemos libre albedrío, que nuestro «yo» es el qué elige. A decir verdad no hay algo más alejado de la verdad —suponiendo que tal cosa exista— que dicha suposición, hasta ahora no he encontrado indicio alguno que afirme dicho argumento, por el contrario, todo indica que no lo hay, analizado desde la lógica, libros milenarios como el TAO, los sutras de la sabiduría trascendental (y si para vosotros eso es espiritismo junguiano), las neurociencias nos conducen exactamente hacia la misma dirección.
Estamos tan familiarizados y satisfechos con la experiencia de nuestro yo —especialmente en occidente— que preguntarse si realmente ese yo existe parece como si fuese la pregunta de un retrasado mental. Empero, la neurociencia moderna se plantea esa cuestión precisamente, a saber que el yo —como ya decía la filosofía hindú hace más de tres mil años—, es «maya», palabra del sánscrito que significa engaño, ilusión o lo que no es. En la filosofía védica se acuñó la palabra Ahamkara, palabra compuesta de Aham, que significa «yo» y kara que designa todo aquello que ha sido creado. Por lo tanto el yo sería una construcción ilusoria que aísla al sujeto cognoscente de su entorno, haciéndole creer que tiene una autonomía que no es real.
David Hume, en cierta ocasión inquirió: «Por mi parte, cuando entro más íntimamente en lo que llamo mí mismo (myself) siempre tropiezo con alguna percepción particular de calor o frío, luz o sombra, amor u odio, dolor o placer. En ningún momento puedo nunca cogerme a mí mismo sin una percepción, y nunca puedo observar nada excepto la percepción. Cuando desaparecen mis percepciones por algún tiempo, como cuando estoy profundamente dormido, durante tal tiempo estoy insensible a mí mismo y puede en verdad decirse que no existo.»
Como se puede observar, para Hume el yo no es más que un haz de percepciones. Veinticuatro siglos antes el Tathagata había llegado a la misma conclusión.
El filósofo estadounidense Daniel Dannett, llamó a este proceso el «Teatro Cartesiano», es decir, una especie de quimera en la cual, en alguna parte del cerebro existe un lugar donde todos los sucesos mentales convergen y son experimentados.
El cerebro no es un órgano pasivo, receptor de información, sino que el acto de la percepción es un proceso activo en el que el cerebro tiene «mucho que decir». Si tomamos el ejemplo de la visión, lo que constatamos es que cuando miramos a un árbol, por ejemplo, la luz que se refleja en sus hojas son radiaciones electro-magnéticas que inciden sobre los fotorreceptores de la retina del ojo produciendo
una cascada de reacciones químicas que se traducen en impulsos nerviosos que, tras un recorrido, llegan a la corteza visual donde estos impulsos se integran y procesan. En la corteza los datos sufren un proceso complicado que detecta la forma, los patrones, los colores y el movimiento; luego el cerebro lo integra para formar un todo coherente. De pronto aparece la imagen de un árbol en nuestra mente, lo que supone un auténtico misterio. Esa imagen la genera nuestra mente. En esta descripción se habla de una realidad que la mente no crea, y que se encuentra fuera de ella, es decir; las ondas electromagnéticas. Éstas son transformadas en impulsos nerviosos mediante las reacciones químicas que se desencadenan en los órganos sensoriales al incidir en ellos. Estos impulsos nerviosos tampoco son generados por la mente, sino por el contrario, son concebidos como los datos a partir de los cuales la mente crea, en su interior —y de acuerdo con sus propios criterios de interpretación—, una imagen, una representación de la realidad.
Asimismo se afirma que sólo conocemos nuestras propias creaciones. Pero no se repara en que la concepción de la realidad como ondas electromagnéticas es una teoría, es decir, una imagen científica de nuestra mente; una creación tanto o más artificial que los sonidos, los colores, los sabores, etcétera. Por lo tanto, lo que es presentado como una simple descripción, una «constatación» del proceso de la percepción, en realidad es el producto de correlacionar dos imágenes, dos «puntos de vista», el científico y el introspectivo, otorgando inexplicablemente al primero el valor de realidad y al segundo el de apariencia. Tal yuxtaposición presupone lo que se pretende demostrar: que la mente carece de realidad; la cual explica el carácter repentino y misterioso de la aparición de la imagen mental, así como la naturaleza ambigua de la mente.
En el Sho-do-ka (El canto de la iluminación), escrito por el maestro Yoka-Daishi, se encuentra el siguiente aforismo: «Todas las cosas son transitorias y completamente vacías.»
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