José Urriola,

El dueño del canon

mayo 23, 2015 Uchutenshi 0 Comments


José Urriola


Le encomendaron la tarea más sencilla, al tiempo que la más ardua de todas las imaginables, a él le tocaría elegir las mejores obras de la historia para que quedaran bendecidas para la posteridad. A la basura todas las demás, indignas de pertenecer al canon.

     Cerró los ojos, y con el índice a tientas lo dejó caer sobre una lista que algún otro le había escrito —quién sabe con cuáles nombres salidos de quién sabe dónde—; pero fue así: donde mejor cayera el dedo. Ésas serían, al azar. No tenía ni gusto, ni método, ni criterio. Ni siquiera tenía opción.

     Miles de años después la gente rendiría pleitesía a su decisión. La estudiarían en las escuelas y la gente haría reverencia ante lo sagrado de su buen gusto.

     Y el mundo sería, entonces, lo que será. Por su culpa.



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Física,

Celeritas

mayo 19, 2015 Uchutenshi 0 Comments



La naturaleza de la luz ha sido motivo de controversia durante siglos. Newton en su Óptica, propuso la hipótesis de que la luz estaba formada por partículas emitidas por los cuerpos luminosos. Es la conocida teoría corpuscular de la luz, que logro explicar algunas de sus propiedades, como la reflexión. Otras empero, como las interferencias y la polarización, no tenían cabida en el modelo. Estos fenómenos dieron origen a la teoría ondulatoria, creada por Agustin Fresnel y Thomas Young. Posteriormente, la teoría ondulatoria recibió un método matemático preciso por parte de Clerk Maxwell, quien probó que las ondas luminosas eran una forma de radiación electromagnética. Albert Einstein por su parte, demostró la necesidad de volver a una forma de teoría corpuscular, de naturaleza cuántica, para explicar el efecto fotoeléctrico. En la teoría de Einstein, los corpúsculos de Newton se convierten en cuantos individuales de energía llamados fotones. Actualmente la teoría electromagnética ondulatoria y la teoría cuántica de los fotones son necesarias para explicar todas las propiedades de la luz. Esta concepción, que supones una «dualidad onda-partícula», fue llamada complementariedad por Niels Bohr.

EL ESPECTRO VISIBLE


La prueba experimental de la existencia de las ondas electromagnéticas la dio en 1887 el físico alamán Heinrich Hertz. Como los distintos tipos de onda, las ondas electromagnéticas pueden caracterizarse por su longitud de onda. La luz consiste en aquellas ondas electromagnéticas a las que es sensible el ojo humano. El correspondiente intervalo de longitudes de onda es el espectro visible. Cuando una luz perteneciente al espectro visible incide sobre el ojo humano, se produce una sensación de color cuya naturaleza depende de la longitud de onda de la luz incidente.

     El espectro visible abarca desde el rojo, con una longitud de onda máxima (unos 740 nanómetros), hasta el violeta, con una longitud de onda mínima (unos 425 nanómetros). Si bien los colores varían de un extremo al otro del espectro, es habitual dividir la región en siete colores, los conocidos colores espectrales. La mezcla de esos colores en la luz solar da origen a la luz blanca. Sobra recordar que el espectro visible es tan sólo una pequeña parte del espectro electromagnético total.

LA VELOCIDAD DE LA LUZ


La velocidad de la luz, representada por c, es la velocidad a la que se propagan ésta y otras radiaciones electromagnéticas. Su valor en el vacío es de 2,99792458 x 108 metros por segundo. La velocidad de la luz en el vacío es una constante física que o depende ni del movimiento de la fuente ni del movimiento del observador. Esta notable propiedad de la luz es un postulado básico de la teoría especial de la relatividad,

     Es importante advertir que la velocidad de la luz en un medio material es menor que la velocidad de la luz en el vacío. Ello es consecuencia de la interacción entre la luz y los electrones del medio. En un determinado medio, la velocidad de la luz depende de su frecuencia; cuanto mayor es ésta, menor es aquélla. El cociente entre la velocidad de la luz en un medio y la velocidad de la luz en otro medio es el índice de refracción relativo, que se representa por n. El cociente entre la velocidad de la luz en el vacío y la velocidad de la luz en un medio material es el índice de refracción absoluto de dicho medio. Como la velocidad de la luz en un material depende de la frecuencia de la misma, también depende de ésta el índice de refracción absoluto.

     Por lo tanto, para definir el índice de refracción absoluto es necesario especificar una cierta longitud de onda. Suele elegirse a tal efecto la luz amarilla de 589,93nm emitida en la transición de un electrón entre dos niveles de energía del átomo de sodio. Cuando no hay ambigüedad, en vez de «índice de refracción absoluto», se habla simplemente de «índice de refracción».

     Un aspecto interesante de esto es que según la teoría de la relatividad, la velocidad de la luz en el vacío es la máxima velocidad alcanzable en el universo. No obstante, en un medio material es posible alcanzar velocidades que superan la velocidad de la luz en dicho medio. Cuando es más rápida que la velocidad de la luz en el medio por el que se mueve, una partícula eléctricamente cargada y muy energética emite radiación electromagnética —generalmente en forma de luz azul—. Esta radiación recibe el nombre de Radiación de Cherenkov en honor a su descubridor, el físico ruso Pável Alexéievich Cherenkov.


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Amado Nervo,

La serpiente que se muerde la cola

mayo 17, 2015 Uchutenshi 0 Comments


Amado Nervo


Me pasa frecuentemente, doctor —dijo el enfermo—, que al ejecutar un acto cualquiera, paréceme como que ya lo he ejecutado. No sé si usted experimenta alguna vez esta sensación tan rara y penosa. Hay amigos que afirman, quizá por consolarme, que a ellos les sucede otro tanto de vez en cuando. Pero en mí el caso es frecuentísimo. Hablo, y apenas he pronunciado una frase, recuerdo con vivacidad punzante que ya le he pronunciado otra vez. Veo un objeto, e instantáneamente me doy cuenta de que ya lo he mirado de la misma suerte, con la misma luz, en el mismo sitio... Le aseguro, doctor, que esto se vuelve insoportable. Acabaré en un manicomio... Ahora mismo —prosiguió— siento, recuerdo, estoy seguro de que ya, en otra u otras ocasiones, he descrito mi enfermedad a usted; sí, a usted, en iguales términos, en la misma habitación esta... Usted sonríe, como sonríe ahora. ¡Es horrible! Hasta el chaleco de piqué labrado que lleva usted lo llevaba entonces. Todo igual. La teoría de las reencarnaciones pudiera dar una sombra de explicación al caso; pero sólo una sombra, porque si he vivido ya otras vidas, han sido diferentes... en distintas épocas, con distintos cuerpos. ¿Por qué entonces veo las mismas cosas?

     El doctor se acarició la barba (que usaba en forma de abanico). Esto de acariciarse la barba es un lugar muy común que viene muy bien en las narraciones... Se acarició la barba y empezó así:

     —El caso de usted, amigo mío, es demasiado frecuente, aunque ésta vez acuse una intensidad poco común, y tiene dos explicaciones: una fisiológica y otra filosófica.

     Según la primera, su sensorio instantánea mecánicamente, registra los fenómenos exteriores que le transmiten las neuronas. Lo que usted ve u oye, queda fijado en su cerebro con rapidez extraordinaria, gracias a una sensibilidad especial; pero queda registrado, sin que usted se dé cuenta de ello. Ahora bien; después de este registro (una fracción de segundo después) usted se entera de que ve un objeto, de que oye una frase, ya vistos y oídos a hurtadillas de su conciencia. Entonces, naturalmente, la memoria de usted se acuerda de la impresión anterior (aunque sea en esa fracción de segundo) a la otra, y este recuerdo le proporciona a usted la sensación de duplicidad de que me habla1. Por tanto —concluyó el doctor—, no debe alarmarse. El fenómeno, en suma, sólo prueba la excelente conductibilidad de sus células nerviosas, la diligencia con que se opera la transmisión de sensaciones entre los sentidos y el cerebro, y significa que tiene usted una naturaleza privilegiada, que responde admirablemente a toda solicitud exterior.

     El enfermo, visiblemente tranquilo, dejó oír un suspiro de satisfacción.

     ¿Y la segunda explicación, doctor? —preguntó.

     La segunda explicación es un poco más honda... Nos la da todo un sistema filosófico, cuyos patrocinadores han sido hombres de la talla de un Federico Nietzsche, un Gustavo Lebón y Blanqui. Puede sintetizarse así: Dado que el tiempo es infinito, y que el número de átomos de que se compone la materia es limitado, se deduce que los mismos sistemas de combinaciones deben fatalmente reproducirse; es decir, que el sistema de combinaciones que, al cabo de más o menos milenarios, le permitió a usted nacer y vivir, tiene que volverse a dar a fortiori, al cabo de un número n de siglos, de milenarios, de periodos, de ciclos, de lo que usted guste, ya que, matemáticamente, esas combinaciones, por numerosas que usted las suponga, no son infinitas. ¿Me entiende usted?

     —Sí doctor, perfectamente, pero eso que usted dice es estupendo.

     —Estupendo y lógico, amigo mío.

     El gran Flammarión, en una de sus más sugestivas páginas, supone que, dada la infinidad de mundos, puede formarse en la infinidad del espacio un planeta idéntico al nuestro, donde acontezcan idénticas cosas; que pase por idénticos periodos geológicos, para reproducir la historia de los hombres, sin una tilde de menos. En ese planeta vuelven a guillotinar a Luis XVI, el 21 de enero de 1793.

     ...Pero no es necesario ampliar la hipótesis. La teoría ortodoxamente científica, absolutamente matemática de lo limitado de las combinaciones atómicas, nos lleva, aún sin salir de este mundo que habitamos, a la inevitable conclusión de que el concurso de hechos infinitamente pequeños que, dadas tales o cuales circunstancias produjo al hombre llamado Pedro o Juan, ha producido ese mismo hombre n veces en la sucesión de los tiempos... y lo producirá todavía. Así pues, usted como yo, como todos, ha vivido, quién sabe cuántas veces, la misma vida, y la ha de vivir aún, en el eterno recomenzar de los siglos, simbolizado por la serpiente que se muerde la cola...

     Pero —exclamó el doctor— basta por hoy de filosofías. Necesita usted alimentarse bien y a sus horas. Son ya las ocho. Vaya a tomarse los mismos huevos pasados por agua y la misma leche que se ha bebido usted en tantas otras existencias idénticas.



_____________________________________________
1Sir James Crichton Browe designa con el nombre de «estados hipnoides» (dreamy states) esta repentina invasión de una vaga reminiscencia, que es la sensación de un desenvolvimiento misterioso de la realidad... William James, La experiencia religiosa.



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Graham Greene,

Un accidente absurdo

mayo 06, 2015 Uchutenshi 0 Comments

Graham Greene


I

Un jueves por la mañana, en la pausa entre la segunda y la tercera clase, Jerome fue citado a la oficina del encargado de cursos. Jerome no tenía miedo de verse en aprietos: era celador, nombre que el dueño y director de una escuela preparatoria bastante cara había elegido para los mejores alumnos de los cursos inferiores. Los celadores ascendían a guardianes y llegaban a ser cruzados antes de salir, como era de esperar para Marlborough o Rugby. El señor Wordsworth, encargado de cursos, estaba sentado ante su escritorio con aire perplejo.

     —Siéntate, Jerome —dijo el señor Wordsworth—. ¿Cómo andan las cosas en trigonometría?
     —Muy bien, señor.
     —He recibido un llamado telefónico, Jerome. De tu tía. Me temo que hay malas noticias para ti.
     —¿Sí, señor?
     —Tu padre ha tenido un accidente.
     —Oh…

     El señor Wordsworth lo miró con cierta sorpresa:

     —Un accidente serio.
     —¿Sí, señor?
    
     Jerome veneraba a su padre: el verbo era exacto. Así como el hombre recrea a Dios, Jerome recreaba a su padre: convertía a un andariego escritor viudo en un misterioso aventurero que viajaba a lugares remotos: Niza, Beirut, Mallorca, hasta las Canarias. A los ocho años, Jerome creía que su padre era un pistolero o un miembro del Servicio de Espionaje Británico. Ahora imaginó que su padre había caído «bajo una lluvia de balas de ametralladora». El señor Wordsworth jugaba con la regla sobre el escritorio. No sabía cómo continuar.

     —¿Sabes que tu padre estaba en Nápoles?
     —Sí, señor.
     —Tu tía recibió un cable del hospital.
     —Ah…
     —Fue un accidente en la calle —dijo el señor Wordsworth, ya desesperado.
     —¿Sí, señor?
 
     A Jerome le pareció muy natural que lo llamaran «un accidente en la calle». Desde luego, la policía habría disparado primero: su padre no atentaba contra la vida humana sino como último recurso.

     —Me temo que tu padre resultó gravemente herido.
     —Oh.
     —Lo cierto es que murió ayer, Jerome. Sin sufrir.
     —¿Le dispararon al corazón?
     —¿Cómo? ¿Qué has dicho, Jerome?
     —¿Le dispararon al corazón?
     —Nadie le disparó, Jerome. Se le cayó un cerdo encima.

    
     Los nervios de la cara del señor Wordsworth se crisparon inexplicablemente: por un instante pareció a punto de echarse a reír. Cerró los ojos, compuso su expresión y dijo rápidamente, como si hubiera sido preciso contar los hechos lo antes posible:

     —Tu padre caminaba por una calle de Nápoles cuando un cerdo se le cayó encima. Un accidente absurdo. Parece que en los barrios pobres de Nápoles la gente cría cerdos en los balcones. Éste cayó del quinto piso. Había engordado demasiado. El balcón cedió. El cerdo cayó sobre tu padre. El señor Wordsworth se apartó del escritorio y se acercó a la ventana, volviendo la espalda a Jerome. La emoción lo estremeció ligeramente.

     —¿Qué pasó con el cerdo? —preguntó Jerome.

II

No era insensibilidad por parte de Jerome, como interpretó el señor Wordsworth a sus colegas (hasta discutió con ellos la posibilidad de que Jerome no tuviera aún las condiciones para ser celador). Jerome sólo procuraba visualizar la extraña escena y obtener detalles concretos. Tampoco era Jerome un niño capaz de llorar; era un niño que cavilaba y nunca se le ocurrió en esa escuela preparatoria que las circunstancias de la muerte de su padre fueran cómicas; eran parte del misterio de la vida. Sólo después, durante el primer curso de la escuela pública, cuando contó los hechos a su mejor amigo, empezó a darse cuenta de cómo reaccionaban los demás. Naturalmente, después de esa confidencia lo llamaron, con bastante injusticia, Cerdo.

     Por desgracia su tía no tenía sentido del humor. Sobre el piano había una fotografía ampliada de su padre: un hombre corpulento y triste, con un inapropiado traje oscuro, posaba en Capri con un paraguas (para protegerse del sol). Las rocas del Faraglione se veían al fondo. A los dieciséis años Jerome tenía clara conciencia de que el retrato se parecía más al autor de Sol y sombra y Paseo por las Baleares que a un agente del Servicio de Espionaje. Pero amaba el recuerdo de su padre: aún poseía un álbum lleno de tarjetas postales (mucho tiempo antes les había despegado las estampillas para su otra colección) y le apenaba que su tía se embarcara con extraños en el relato de la muerte de su padre.

     «Un accidente absurdo», empezaba ella, y el extraño o extraña adquiría la expresión que corresponde a un oyente interesado o compungido. Ambas reacciones, desde luego, eran falsas, pero era terrible para Jerome comprobar que súbitamente, en mitad del vago palabreo de su tía, el interés del oyente se hacía genuino. «No me imagino cómo pueden permitirse cosas semejantes en un país civilizado —decía su tía—. Supongo que debemos considerar que Italia es civilizada… Desde luego, en el extranjero tiene uno que estar preparado para cualquier cosa. Mi hermano viajaba mucho. Siempre llevaba un filtro de agua consigo. Era mucho menos caro que comprar todas esas botellas de agua mineral. Mi hermano decía siempre que gracias a lo que el filtro le permitía ahorrar pagaba el vino de la cena. Ya se darán cuenta ustedes de que era un hombre muy cuidadoso. Pero ¿a quién podía ocurrírsele que, caminando por la Via Dottore Manuele Panucci rumbo al Museo Hidrográfico, se le caería un cerdo encima?» Ese era el momento en que el interés del oyente se hacía genuino.

     El padre de Jerome no había sido un escritor muy importante, pero siempre parece llegar un momento, después de la muerte de un escritor, en que alguien cree que vale la pena escribir al suplemento literario del Times para anunciar la preparación de una biografía y solicitar cartas, documentos o anécdotas de amigos del muerto. Por lo general esas biografías nunca aparecen: quizá no sean más que una oscura forma de chantaje y muchos de esos biógrafos en potencia encuentren de ese modo el medio de terminar sus estudios en Kansas o Nottingham: Jerome era contador público y vivía lejos del mundo literario. No comprendía que pocas amenazas había de que apareciera un biógrafo e ignoraba que había pasado el período de peligro. A veces ensayaba formas de relatar la muerte de su padre reduciendo al mínimo los elementos cómicos (era inútil negarse a informar, porque en ese caso el biógrafo acudiría sin duda a su tía, que tenía muchos años pero no daba muestras de perder sus energías).

     Jerome pensaba que sólo había dos soluciones: la primera consistía en aproximarse lentamente al accidente de modo que, cuando llegara el momento de describirlo, el oyente ya estuviera tan bien preparado que la muerte resultara casi un anticlímax. El peligro principal de provocar la risa era siempre la sorpresa. Cuando ensayaba este método, Jerome empezaba de manera bastante aburrida:

     «¿Conoce usted esas altas casas de vecindad, en Nápoles? Alguien me dijo una vez que los napolitanos se sienten en su elemento en New York, así como la gente de Turín se siente en su elemento en Londres porque el río es muy semejante en ambas ciudades. Bueno… ¿dónde estaba yo? Ah, sí. En Nápoles, desde luego. Le sorprenderían las cosas que los habitantes de los barrios pobres tienen en los balcones de esas casas de vecindad en forma de rascacielos. No crea usted que cuelgan ropa. Crían animales: gallinas y hasta cerdos. Desde luego, los cerdos no pueden hacer ejercicio y engordan rápidamente».

     Jerome imaginaba que, llegado este punto, el oyente abriría los ojos de asombro.
«No sé cuánto puede crecer un cerdo, pero esas casas viejas están a punto de derrumbarse… Un balcón de un quinto piso cedió bajo el peso de uno de esos cerdos. Al caer, dio contra el balcón del cuarto piso y rebotó hacia la calle. Mi padre se dirigía al Museo Hidrográfico cuando el cerdo le cayó encima. Como caía desde tan alto, le rompió la nuca». En verdad, era un intento magistral de convertir un tema intrínsecamente interesante en un relato tedioso. El otro método que Jerome ensayaba tenía el mérito de la brevedad.

     —Mi padre murió a causa de un cerdo.
     —¿De veras? ¿En la India?
     —No. En Italia.
     —Qué interesante. No sabía que cazaban jabalíes en Italia. ¿Su padre era un buen jugador de polo?

     Con el tiempo, ni demasiado pronto ni demasiado tarde —como si, en su carácter de contador público, Jerome hubiera estudiado las estadísticas para conducirse según el término medio— Jerome se comprometió: su novia era una muchacha agradable, de cara fresca, hija de un médico de Pinner. Se llamaba Sally y su autor preferido era Hugh Walpole. Adoraba a los niños desde que, a los cinco años, le habían regalado una muñeca que cerraba los ojos y hacía pis. La relación entre ambos era más placentera que vehemente, como correspondía al noviazgo de un contador público: Jerome no habría consentido en ella si hubiese perturbado su trato con las cifras.

     Sólo había un pensamiento que preocupaba a Jerome. Ahora que, en el curso de un año, podía ser padre, su amor por el muerto aumentaba: comprendía el afecto que revelaban las tarjetas postales. Sentía la ansiedad de proteger la memoria de su padre y temía que su apacible amor no sobreviviera si Sally era capaz de reírse de la muerte de su padre. Porque era inevitable que lo supiera cuando Jerome la llevara a comer a casa de su tía. En varias oportunidades trató de contárselo él mismo, puesto que ella estaba ansiosa por saber todo cuanto se relacionaba con Jerome.

     —¿Eras pequeño cuando murió tu padre?
     —Tenía sólo nueve años.
     —Pobrecito —dijo ella.
     —Estaba en la escuela. El encargado de cursos me zampó la noticia.
     —¿Cómo lo tomaste?
     —No puedo acordarme.
     —Nunca me contaste cómo murió.
     —Fue de repente. Un accidente en la calle.
     —Tú nunca manejarás ligero, ¿verdad, Jemmy?

     Había empezado a llamarlo Jemmy. Ya era demasiado tarde para ensayar el segundo método, el de la caza de jabalíes. Pensaban casarse tranquilamente en una oficina del Registro Civil y pasar la luna de miel en Torquay. Jerome evitó llevarla a casa de su tía hasta una semana antes de las bodas. Pero la noche llegó al fin y él no habría podido decir si sus temores tenían por objeto el recuerdo de su padre o la seguridad de su amor. El momento se presentó enseguida.

     —¿Este es el padre de Jemmy? —preguntó Sally, tomando la fotografía del hombre con el paraguas.
     —Sí, querida. ¿Cómo adivinaste?
     —Tiene los mismos ojos y la misma frente que Jemmy, ¿no es cierto?
     —¿Jerome te ha dado sus libros?
     —No.
     —Te los regalaré para tu casamiento. Escribía con tanta ternura acerca de sus viajes. Mi favorito es Rincones y escondrijos. Había hecho una gran fortuna. Por eso fue tanto más lamentable ese absurdo accidente…
     —¿Sí?

     Jerome sintió ganas de salir del cuarto para no ver al amado rostro crisparse de risa incontenible.

     —Recibí tantas cartas de sus lectores después de que el cerdo le cayó encima.

     Su tía nunca había sido tan abrupta. Entonces ocurrió el milagro. Sally permaneció sentada con los ojos desorbitados de horror mientras su tía le contaba el relato y al fin dijo:

     —¡Qué horrible! Es como para ponerse a pensar. Una cosa semejante. En un país de cielo tan claro…

     El corazón de Jerome palpitó de dicha. Era como si Sally hubiera disipado para siempre sus temores. En el taxi, cuando la llevaba a su casa, la besó con más pasión que nunca y ella le correspondió. Había niños en sus pálidos ojos celestes, niños que movían los ojos y hacían pis.

     —Falta una semana. —dijo Jerome, mientras Sally le apretaba la mano—. ¿En qué piensas, querida?
     —Me preguntaba qué habrá pasado con el pobre cerdo… —dijo Sally.
     —Supongo que se lo habrán comido —dijo Jerome, dichoso, y volvió a besar a su amada criatura.





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Hernest Hemingway,

El gato bajo la lluvia

mayo 06, 2015 Uchutenshi 0 Comments


Hernest Hemingway


Sólo dos americanos había en aquel hotel. No conocían a ninguna de las personas que subían y bajaban por las escaleras hacia y desde sus habitaciones. La suya estaba en el segundo piso, frente al mar y al monumento de la guerra, en el jardín público de grandes palmeras y verdes bancos. Cuando hacía buen tiempo, no faltaba algún pintor con su caballete. A los artistas les gustaban aquellos árboles y los brillantes colores de los hoteles situados frente al mar.

Los italianos venían de lejos para contemplar el monumento a la guerra, hecho de bronce que resplandecía bajo la lluvia. El agua se deslizaba por las palmeras y formaba charcos en los senderos de piedra. Las olas se rompían en una larga línea y el mar se retiraba de la playa, para regresar y volver a romperse bajo la lluvia. Los automóviles se alejaron de la plaza donde estaba el monumento. Del otro lado, a la entrada de un café, un mozo estaba contemplando el lugar ahora solitario.

La dama americana lo observó todo desde la ventana. En el suelo, a la derecha, un gato se había acurrucado bajo uno de los bancos verdes. Trataba de achicarse todo lo posible para evitar las gotas de agua que caían a los lados de su refugio.

–Voy a buscar a ese gatito –dijo ella.

–Iré yo, si quieres –se ofreció su marido desde la cama.

–No, voy yo. El pobre minino se ha acurrucado bajo el banco para no mojarse ¡Pobrecito!

El hombre continuó leyendo, apoyado en dos almohadas, al pie de la cama.

–No te mojes –le advirtió.

La mujer bajó y el dueño del hotel se levantó y le hizo una reverencia cuando ella pasó delante de su oficina, que tenía el escritorio al fondo. El propietario era un hombre viejo y muy alto.

–Il piove –expresó la americana.

El dueño del hotel le resultaba simpático.

–Sí, sí signora, brutto tempo. Es un tiempo muy malo.

Se quedó detrás

Se quedó detrás del escritorio, al fondo de la oscura habitación. A la mujer le gustaba. Le gustaba la seriedad con que recibía cualquier queja. Le gustaba su dignidad y su manera de servirla y de desempeñar su papel de hotelero. Le gustaba su rostro viejo y triste y sus manos grandes.

Estaba pensando en aquello cuando abrió la puerta y asomó la cabeza. La lluvia había arreciado. Un hombre con un impermeable cruzó la plaza vacía y entró en el café. El gato tenía que estar a la derecha. Tal vez pudiese acercarse protegida por los aleros. Mientras tanto, un paraguas se abrió detrás. Era la sirvienta encargada de su habitación, mandada, sin duda, por el hotelero.

–No debe mojarse –dijo la muchacha en italiano, sonriendo.

Mientras la criada sostenía el paraguas a su lado, la americana marchó por el sendero de piedra hasta llegar al sitio indicado, bajo la ventana. El banco estaba allí, brillando bajo la lluvia, pero el gato se había ido. La mujer se sintió desilusionada. La criada la miró con curiosidad.

–Ha perduto qualque cosa, signora?

–Había un gato aquí –contestó la americana.

–¿Un gato?

–Sí il gatto.

– ¿Un gato? –la sirvienta se echó a reír– ¿Un gato? ¿Bajo la lluvia?

–Sí; se había refugiado en el banco –y después–: ¡Oh! ¡Me gustaba tanto! Quería tener un gatito.

Cuando habló en inglés, la doncella se puso seria.

–Venga, signora. Tenemos que regresar. Si no, se mojará.

–Me lo imagino –dijo la extranjera.

Volvieron al hotel por el sendero de piedra. La muchacha se detuvo en la puerta para cerrar el paraguas. Cuando la americana pasó frente a la oficina, el padrone se inclinó desde su escritorio. Ella experimentó una rara sensación. Il padrone la hacía sentirse muy pequeña y a la vez, importante. Tuvo la impresión de tener una gran importancia. Después de subir por la escalera, abrió la puerta de su cuarto. George seguía leyendo en la cama.

– ¿Y el gato? –preguntó, abandonando la lectura.

–Se fue.

– ¿Y dónde puede haberse ido? –preguntó él, abandonando la lectura.

La mujer se sentó en la cama.

– ¡Me gustaba tanto! No sé por qué lo quería tanto. Me gustaba. No debe resultar agradable ser un pobre gatito bajo la lluvia.

George se puso a leer de nuevo.

Su mujer se sentó frente al espejo del tocador y empezó a mirarse con el espejo de mano. Se estudió el perfil, primero de un lado y después del otro, y por último se fijó en la nuca y en el cuello.

– ¿No te parece que me convendría dejarme crecer el pelo? –le preguntó, volviendo a mirarse de perfil.

George levantó la vista y vio la nuca de su mujer, rasurada como la de un muchacho.

–A mí me gusta como está.

– ¡Estoy cansada de llevarlo tan corto! Ya estoy harta de parecer siempre un muchacho.

George cambió de posición en la cama. No le había quitado la mirada de encima desde que ella empezó a hablar.

– ¡Caramba! Si estás muy bonita – dijo.

La mujer dejó el espejo sobre el tocador y se fue a mirar por la ventana. Anochecía ya.

–Quisiera tener el pelo más largo, para poder hacerme moño. Estoy cansada de sentir la nuca desnuda cada vez que me la toco. Y también quisiera tener un gatito que se acostara en mi falda y ronroneara cuando yo lo acariciara.

– ¿Sí? –dijo George.

–Y además, quiero comer en una mesa con velas y con mi propia vajilla. Y quiero que sea primavera y cepillarme el cabello frente al espejo, tener un gatito y algunos vestidos nuevos. Quisiera tener todo eso.

– ¡Oh! ¿Por qué no te callas y lees algo? –dijo George, reanudando su lectura.

Su mujer miraba desde la ventana. Ya era de noche y todavía llovía a través de las palmeras.

–De todos modos, quiero un gato –dijo–. Quiero un gato. Quiero un gato. Ahora mismo. Si no puedo tener el pelo largo ni divertirme, por lo menos necesito un gato.

George no la escuchaba. Estaba leyendo su libro. Desde la ventana, ella vio que la luz se había encendido en la plaza.

 Alguien llamó a la puerta.

–Avanti –dijo George, mirando por encima del libro.

En la puerta estaba la sirvienta. Traía un gran gato color carey que pugnaba por zafarse de los brazos que lo sujetaban.


–Con permiso –dijo la muchacha– il padrone me encargó que trajera esto para la signora.



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Carta,

Carta de Oscar Wilde a Robert Ross

mayo 06, 2015 Uchutenshi 0 Comments



Prisión de Su Majestad, Reading

[Noviembre de 1896]

En cuanto a mí, querido Robbie, tengo poco que decirte para alegrarte. La negativa a condonar la sentencia ha sido como el golpe de una espada de plomo. Me ciega un movido sentimiento de dolor. Me había alimentado de la Verdad y ahora la Angustia, hambrienta, se cierne sobre como desfallecida y necesitada de su propio alimento. Hay, sin embargo, elementos más propicios en el aire de esta prisión de los que había antes: se me ha mostrado simpatía, y ya no me siento completamente aislado de influencias humanizadoras, algo que antes era una fuente de terror y preocupación. Y leo a Dante y hago extractos y tomo notas por el simple gusto de usar pluma y papel. Y parece como si estuviera mejor en muchos sentidos. Y voy a dedicarme a estudiar alemán; de hecho, éste parece el lugar apropiado para tal estudio. Hay una espina con todo –tan dolorosa como la de san Pablo, aunque distinta–, que tengo que sacarme de la carne en esta carta. Ha sido provocada por un mensaje que escribiste en un trozo de papel para que yo lo viera. Creo que si guardara el secreto crecería en mi cabeza (como las alimañas crecen en la oscuridad) y se harían un sitio entre los pensamientos terribles que me corroen…ya que el pensamiento no es, para quienes esperan solos, encadenados y en el silencio, “esa cosa viviente y atada”, como Platón imaginó, sino una cosa muerta que cría algo horrible, como el lodo que muestra monstruos a la luna.

Me refiero por supuesto, a lo que dijiste sobre perder las simpatías de otros, o el riesgo de que eso suceda, por culpa de la profunda amargura de los sentimientos que expresé sobre lord Alfred Douglas, y creo que mi carta se enseñó, a diversas personas, con la parte referida a él suprimida por medio de unas tijeras. Pues bien, no me gusta que mis cartas vayan enseñándose como curiosidades: me parece de mal gusto: te escribo con total libertad y eres uno de mis más queridos amigos, ahora y siempre; y con pocas excepciones, la simpatía de los demás me afecta; su pérdida muy poco. Ningún hombre en mi posición puede caer en la ciénaga de la vida sin que sus inferiores sientan gran piedad; y sé que si las obras duran demasiado, los espectadores se cansan. Mi tragedia ha durado demasiado: su clímax ha terminado: su final es mezquino; y tengo la seguridad de que cuando llegue de verdad el final retornaré a un mundo que no me quiere, como visitante no deseado; un revenant, como lo llaman en francés, como una persona con el rostro gris tras un largo encierro, y contorsionado por el dolor. Por horribles que sean los muertos cuando salen de sus tumbas, los vivos que salen de tumbas son aún más horribles.

De esto soy muy consciente. Cuando uno ha estado en una celda de prisión durante dieciocho meses, ve las cosas y la gente como son en realidad. Y verlo le convierte a uno en piedra. No creas que le culparía a él de mis vicios. Él tuvo tan poco que ver con eso como yo con los suyos. La naturaleza fue en este tema madrasta para ambos. Le culpo por no apreciar al hombre al que arruinó. Un millonario analfabeto le habría sido más conveniente. Mientras mi mesa estuviera roja de vino y rosas, ¿qué le importaba? Mi genio, mi vida como artista, mi trabajo y la tranquilidad que necesitaba para ello, no eran nada para él cuando se comparaban con su gusto, incontenido y bajo, por una vida de derroche y vulgaridad; su avaricia, sus escenas violentas y continuas; su egoísmo sin imaginación. Una y otra vez intenté, durante aquellos dos fatigosos años perdidos escapar, pero siempre me retuvo con él, sobre todo con amenazas de causarse daño. Pero cuando su padre vio en mí un modo de irritar a su hijo, y el hijo vio en mí la oportunidad de llevar a su padre a la ruina, y yo quedé entre dos personas deseosas de insana notoriedad, a quienes nada importaba, salvo su propio odio mutuo, cada uno empujándome por su parte, uno con tarjetas públicas y amenazas, el otro con escenas privada, o mejor dicho, semipúblicas y amenazas en cartas, pullas, comentarios sarcásticos… admito que perdí la cabeza. Le dejé hacer todo lo que le pareció. Estaba ciego, era incapaz de juicio. Di un paso fatal. Y ahora… aquí estoy en un banco de mi celda en prisión. En toda tragedia hay un elemento grotesco. Él es el elemento grotesco de la mía. No pienses que no reconozco mi culpa. Me maldigo día y noche por consentirle que dominase mi vida. Si estas paredes tuvieran eco, se oiría en ella gritar “Idiota” eternamente. Estoy totalmente avergonzado de mi amistad con él. Pues a los hombres se les puede juzgar por sus amistades. Es una de las pruebas que define a un hombre. Y mi vergonzosa degradación me parece más mortificante por mi amistad con Alfred Douglas… cincuenta veces más… de lo que lo es, por ejemplo, por mi relación con Charley Parker, de quien puedes leer la historia en mi juicio. El primero es para mí fuente diaria de humillación mental. En el segundo no pienso nunca. No me molesta. Carece de importancia… De hecho, toda mi tragedia a veces no me parece otra cosa que una caricatura grotesca. Pues, como resultado de haberme dejado empujar a la trampa que me había tendido Queensberry –la trampa en la que apostó públicamente en el Club Orleans que me haría caer– como resultado de eso, el padre pasará a la historia como uno de esos grandes padres de historias morales: el hijo como el niño Samuel: y yo en la más detestable ciénaga de Malebolge, entre Gilles de Retz y el Márques de Sade. En ciertos lugares a nadie, excepto a quienes están realmente locos, se les permite reír, y de hecho, aún en este caso va contra el reglamento: de no ser por eso, me reiría de todo esto… Por lo demás, no permitas que Alfred Douglas imagine que le atribuyo motivos poco dignos. Lo cierto es que no ha tenido motivos en su vida. Los motivos son intelectuales. Lo que él tiene son pasiones. Y tales pasiones son Dioses Falsos que necesitan víctimas a cualquier precio, y en este caso han tenido una coronada de laurel. Por su parte no puede sino sentir cierto remordimiento. Pero que él de verdad se dé cuenta de lo que ha hecho sería una carga demasiado pesada que no podría soportar. Pero a veces debe de pensar en ello. Así que en tu carta cuéntame cómo vive, cuáles son sus ocupaciones, su modo de vida.

Y así en mi carta me he sacado la espina. Aquella línea garrapateada por ti me escocía intensamente. Ahora solo pienso en que tienes que ponerte bueno otra vez, y escribir por fin la maravillosa historia del pequeño restaurante con un extraño plato de pescado que se sirve a los clientes silenciosos. Por favor, recuérdame, con mi agradecimiento, a tu querida madre, y también a Aleck. La dorada Esfinge, supongo, está tan espléndida como siempre. Y envíales de mi parte todo lo que en mis pensamientos y sentimientos es bueno, y a la dama de Wimbledon, todas las reverencias y recuerdos que pueda aceptar, su alma es un santuario para quienes están heridos y un refugio para quienes sufren. No enseñes esta carta a nadie más, ni discutas lo que he escrito en tu respuesta. Háblame del mundo de sombras que tanto amé. Y de su vida y su alma háblame también. Siento curiosidad por quien me envenenó, y en mi dolor hay piedad.

Oscar


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Cine,

Alucinaciones en torno a una mano muerta

mayo 06, 2015 Uchutenshi 0 Comments


Luis Buñuel

Un hombre está leyendo tranquilamente en su escritorio. Son alrededor de las once de la noche. Ante él, un grueso libro abierto.

En ese momento comienza a oírse de fondo una música sobrenatural.

Oímos, lejano, el canto de un gallo. Como un eco, se oye el mismo canto más cerca, pero con la banda sonora pasada al revés. Arde el fuego en la chimenea. Se oyen extraños ruidos. Uno de ellos despierta la atención y las temerosas sospechas del hombre: es como si una mano hubiera roto brutalmente las cuerdas de algún instrumento musical.

Son las once de la noche. Oímos el carillón de la torre de la iglesia desgranando las horas y, como reverberación de un eco, el mismo carillón, pero con el sonido al revés.

El hombre mira a su derecha. Ve el cordón del timbre de su habitación oscilar como movido por una mano. Decididamente alarmado, mira con miedo a su alrededor.

«Click, click, click.» (Sonido que recuerda el producido por el dedo medio al chasquear contra la base del pulgar).

«Click, click, click.»

Un libro cae del anaquel. Se desmoronan los troncos en la chimenea.

El hombre seca el sudor de su frente con un gran pañuelo, que coloca ante él, en la mesa, nerviosamente.

«Click, click, click.»

Esta vez el ruido llega desde la mesa, cerca del pañuelo. El hombre está muy asustado.

Ve como el pañuelo se mueve lentamente. Sus pliegues se mueven como los pétalos de una flor carnívora. (Esta toma y las siguientes con el pañuelo y la mano, al ralentí).

Súbitamente, la más inesperada y horrible cara aparece entre los pliegues del pañuelo, que envuelve el extraño rostro como un sudario.

El rostro no tiene frente, y entre los dos minúsculos e inhumanos ojos negros una nariz afilada y fofa sobresale encima de una boca sin dientes y solamente dotada de mandíbula inferior. Este rostro se convierte lenta e inesperadamente en una mano que empieza a deslizarse hacia el aterrorizado personaje. (Esta cara está formada por una mano cuyo dedo medio corazón hace de nariz, formando el pulgar la mandíbula inferior. Los ojos son dos puntos negros como dos perdigones.)

El hombre se levanta y retrocede, mientras la mano continúa deslizándose. (En todo momento ha de verse la mano deslizarse y no caminar, porque entonces podría ser asociada de inmediato con la representación de una rata común).

Cuando la mano alcanza el borde de la mesa, cae al suelo de plano, produciendo un ruido similar al de una palma abierta al golpear un montón de masa.

La mano permanece un momento inerte, atontada sobre el suelo.

El hombre empieza a reaccionar. Su miedo va trocándose en rabia, pero aún retrocede cuando la mano inicia de nuevo su avance. El hombre se rehace y rebusca en sus bolsillos como si intentase encontrar un arma. No tiene nada. Mira en torno suyo buscando algo con que aniquilar a su obstinado enemigo.

Cerca de él ve una pequeña estatua de bronce sobre un pesado podio de mármol. Rápidamente, aparta la estatua, levanta el podio en sus brazos con fuerza y lo deja caer con furiosa decisión sobre la atosigante mano. Queda casi destrozada. Dos o tres dedos sobresalen de la base del podio. Los ojos del hombre se abren sorprendidos.

El podio se desliza en dirección suya. La mano carga con él como un caracol su concha.

Aparta el podio a puntapiés a toda prisa e inclinándose coge la mano por el dedo corazón. Los otros dedos cuelgan lastimosamente, fofos e inarticulados como un guante.

El hombre se dirige a la ventana, la abre y arroja fuera la mano, pero apenas ha conseguido desembarazarse de ella cuando la mano regresa como empujada por un viento imaginario y se estrella contra su cara con la palma abierta, repitiendo el característico ruido de una mano que golpea la masa.

El hombre agarra otra vez la mano y la tira por la ventana, cerrándola de inmediato. Esta vez está seguro de haberse librado de ella.

Aún jadeante regresa hacia su escritorio, cuando de pronto su rostro se contrae con repulsión y horror. Con las manos en su pecho y los ojos desorbitados ve cómo los dedos de la mano salen lentamente de su camisa medio abierta y la mano emerge de su propio pecho.

Loco de rabia, coge con decisión el órgano mutilado y lo sujeta furiosamente con su mano izquierda mientras empuña una daga con la derecha.

Se dirige a la mesa y coloca la mano muerta sobre ella.

Las dos manos izquierdas, la viva y la muerta. El espectador desconoce cúal de las dos manos es la muerta.

Primer plano del hombre con el rostro enfurecido y alzando la mano derecha, en la que empuña la daga, mientras dirige una mirada de odio a las manos situadas sobre la mesa. Baja la daga. Hace descender el puñal.

Primer plano de las dos manos izquierdas. El puñal atraviesa una de ellas. Alarido de dolor. Una de las manos ha quedado clavada contra la mesa por la daga. La otra comienza a deslizarse. El hombre ha atravesado su propia mano.

Con decisión, extrae la daga y detiene la mano deslizante con un simple golpe de puñal, clavando por fin la mano muerta sobre la mesa.



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