Filosofía,

Teoría de la ideas

octubre 29, 2016 Uchutenshi 0 Comments



Platón compara la experiencia humana con la de unos prisioneros que han pasado toda su vida encadenados en una caverna oscura. Tales prisioneros sólo pueden mirar enfrente y la única experiencia que tienen respecto de lo que está ocurriendo fuera de la caverna, son las formas que sobre la pared proyecta el resplandor de la hoguera situada detrás de ellos. Cuando uno de los prisioneros escapa y contempla por primera vez «la realidad», al regresar a la caverna los demás prisioneros no creen lo que él les cuenta. De modo análogo Platón considera que la filosofía es el proceso intelectual que permite huir del mundo de las apariencias para conocer la realidad del mundo de las ideas.

    Platón adujo que, por ejemplo, mientras que las cosas cuadradas —una mesa, una forma en la arena, una ventana— pueden variar, la propiedad de la cuadratura permanece inmutable, por lo tanto, la cuadratura es más real que las cosas cuadradas. En consecuencia Platón asigna el más alto grado de realidad a las ideas, las cuales expresan todas las características inmutables del cosmos. Así, existe la idea de hombre, la idea de divinidad, la idea de mesa, etcétera. La idea es la que confiere a una cosa sus propiedades individuales (por ejemplo la «cuadratura» es lo que hace que una figura sea cuadrada) y los seres humanos reconocen las instancias individuales porque conocen la idea. Así, al saber lo que significa «cuadratura», puede reconocerse una figura determinada como cuadrada.

    Platón reconoce la relatividad del conocimiento sensible conforme al aserto de Protágoras, pero encuentra que es insuficiente para fundar una filosofía de la virtud. Las opiniones no suministran el saber que la virtud exige, ya que se originan de los estados cambiantes del sujeto y objeto, poco importa que, incluso, sean el producto de una rigurosa reflexión y justificación de tales percepciones; el referido saber tiene un origen y objeto de conocimientos muy diversos, del mundo objetivo y sus mudables hechos. Platón comparte durante su evolución filosófica el postulado protagórico, a saber; no hay ciencia, sólo percepciones de valor relativo: la filosofía tiene como objeto de investigación un mundo «inmaterial» que debe existir frente al mundo de los objetos, del mismo modo como el conocimiento (espistemée) existe frente al de la mera opinión subjetiva e individual (doxa). Este sistema tiene flagrantes problemas y ha recibido grandes críticas a causa de la imprecisa explicación de cómo las ideas, alejadas de la humanidad (ya que Platón las situaba en un lugar alejado llamado cielo platónico), podían desempeñar la gran función que este les asignaba, el propio Platón en el Parménides desarrolla el célebre argumento del tercer hombre que se da en los siguientes términos:

    Supongamos que en su primera cita con Sócrates, Platón quisiera confirmar que Sócrates era, en efecto, un hombre. Según la teoría platónica de las ideas, ese conocimiento solo puede alcanzarse comparando a Sócrates con la idea de hombre, la cual expresa todos los atributos esenciales de un hombre. ¿Cómo podría Platón, empero, saber que la idea de hombre empleada en este sentido era, en sí misma, un hombre? Una vez más, según la teoría platónica, este conocimiento sólo puede alcanzarse con una idea, por lo tanto es preciso que exista otra idea —un «tercer hombre»— para que se identifique la idea de hombre. Este argumento (absurdo) pone en evidencia la necesidad de un número infinito de ideas de hombre, ya que cada nueva idea precisa de otra nueva para establecer su identidad y así ad infinitum.

    La semejanza correlativa que existe entre distintos objetos es producto de la «imitación» (inmutable de un determinado modelo); Parménides advierte empero, si esto es así, la semejanza correlativa existente entre los objetos y el modelo que imitan, debería tener su significado contenido en un tercer modelo al que imiten tanto la Idea como los objetos, y así indefinidamente. En la «participación» empero, el problema no encuentra solución. No se explica si los objetos contienen la idea (toda) o solo una parte aproximada de ella. En el primer planteamiento se advierte la necesidad de la existencia de un número de ideas equivalente a los objetos, algo que contradice la no heterogeneidad de Ideas; en el segundo planteamiento los objetos participan únicamente de una fracción de la Idea, algo que contradice el principio de la indivisibilidad de las Ideas. Sobra decir que en el Parménides, Sócrates fue incapaz de encontrar solución a las interrogantes expuestas por el eleata. La relación en ambos casos es p↔q para determinar empero, la veracidad del enunciado, es preciso una tercer variable o bien recurrir a la causa sui.


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Filosofía,

La fenomenología del espíritu de Hegel (fragmento).

octubre 29, 2016 Uchutenshi 1 Comments



Esto es lo que sucede cuando Un Gran Oscuro habla sobre El Gran Oscuro.

RESUMEN.
Advertencia, el siguiente contenido puede causar trastornos neurológicos al sistema nervioso central y periférico. Se han reportado casos de ictus, vértigo, insomnio y trastornos del ritmo circadiano. Se recomienda discreción.

ABSTRACT.
Warning, the following content can cause neurological disorders to the central and peripheral nervous system. There have been reports of stroke, dizziness, insomnia and circadian rhythm disorders. Reader discretion is advised.

Martin Heidegger, La fenomenología del espíritu de Hegel (fragmento).

Consideración preliminar.

La «Fenomenología del Espíritu» quiere ser comprendida por nosotros, esto es, estar en nosotros de una manera realmente efectiva en tanto ciencia, tomando tal palabra con la significación de la ciencia que es el sistema mismo como saber absoluto. Este debe llegar a sí mismo. Por eso el final de la obra lo configura esa breve sección DD, cuyo encabezamiento es: «El saber absoluto». Si solo al final el saber absoluto es de una manera total él mismo, saber que sabe, y si es esto al devenir tal, en tanto llega a sí mismo, pero solo llega a sí mismo en tanto el saber se deviene otro, entonces en el inicio de su andadura hacia sí mismo, todavía no debe estar en y consigo mismo. Todavía debe ser otro y, es más, incluso sin todavía haber devenido otro. El saber absoluto debe ser otro al inicio de la experiencia que la conciencia hace consigo, experiencia que, más aún, no es otra que el movimiento, la historia donde acontece el llegar-a-sí-mismo en el devenir-se-otro.

    Al inicio de su historia, el saber absoluto debe ser otro que al final. Ciertamente, pero esa alteridad no quiere decir que en el inicio el saber en modo alguno todavía no fuese saber absoluto. Bien al contrario, justamente en el inicio ya es saber absoluto, pero saber absoluto que todavía no ha llegado a sí mismo, que todavía no ha devenido otro, sino que solo es lo otro. Lo otro: él, el absoluto, es otro, es decir, es no absoluto, es relativo. El no-absoluto no es todavía absoluto. Pero este todavía-no es el todavía-no del absoluto, es decir, lo no-absoluto no es de alguna manera y a pesar de ello sino precisamente porque es absoluto, porque es no-absoluto: este no, en razón del cual lo absoluto puede ser relativo, pertenece al absoluto mismo, no es diferente de él, es decir, no yace a su lado, extinto y muerto. La palabra «no» en «no-absoluto» en modo alguno expresa algo que siendo presente para sí yaciese al lado del absoluto, sino que el no alude a un modo del absoluto.

    Así pues, si en su fenomenología el saber debe hacer consigo la experiencia en la que experimenta lo que no es y lo que justamente en ello es con él, entonces ello solo puede ser así si el saber mismo que hace (cumple) la experiencia, de alguna manera ya es saber absoluto.

    En esto radica algo decisivo para la posible claridad y seguridad en la posterior comprensión de la obra. Dicho de una manera negativa: de antemano nada comprendemos si ya desde el inicio no sabemos en el modo del saber absoluto. Ya desde el inicio debemos haber renunciado no solo en parte sino completamente a la actitud del sentido común y a todos los denominados criterios naturales, justamente para poder darnos cuenta y volver a cumplir cómo el saber relativo se rinde, llegando de verdad a sí mismo como saber absoluto. Nosotros —y es algo que se desprende de lo hasta aquí dicho— siempre tenemos que estar de antemano un paso más allá de lo que en cada ocasión es expuesto y cómo ello es expuesto, en particular respecto al paso que de momento debe ser dado por la exposición de lo expuesto. Pero para Hegel esta anticipación es posible porque se trata de una anticipación en la dirección del saber absoluto, el cual justamente ya desde el inicio es de una manera propiamente dicha el saber sapiente que cumple la Fenomenología.

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Heidegger, M. La fenomenología del espíritu de Hegel (1992). Madrid: Alianza Editorial.


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Matemáticas,

Teorema de Pitágoras

octubre 19, 2016 Uchutenshi 3 Comments


Un teorema fundamental sobre triángulos rectángulos dice que en todo triángulo rectángulo el cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de los catetos. Este postulado, uno de los más conocidos en matemáticas, se atribuye a Pitágoras de Samos (c. 580-500 a. J. C.), aunque es probable que el no lo demostrara,  ya que antes de su época se utilizaban casos especiales del teorema para construir ángulos rectos. Se sabe, por ejemplo, que los constructores de las pirámides egipcias trataban ángulos rectos formando triángulos de lados iguales a 3, 4 y 5 unidades de longitud[1]. Las medidas se llevaban a cabo con cuerdas provistas de nudos a distancias regulares por los agrimensores[2].

    La forma más sencilla para demostrar el teorema de Pitágoras consiste en construir un gran cuadrado con otro menor dentro de él, de tal forma que los vértices de este toquen los lados del primero. Así quedan formados cuatro triángulos rectángulos (v. ilustr.). Si la hipotenusa de los triángulos rectángulos es igual a c y los catetos son iguales a a y b, el lado del cuadrado mayor es igual a a + b y del cuadrado menor igual a c. El área del cuadrado mayor es igual al área del cuadrado menor más la suma de las áreas de los cuatro triángulos rectángulos. Así:

    (a + b)² = c² + 4(1/2 ab).

    Por lo tanto:

    a² + b² + 2ab = c² + 2ab
    a² + b² = c².

    También es válido el recíproco del teorema de Pitágoras, según el cual si a² + b² = c², donde c es la longitud del lado mayor de un triángulo y a y b son las longitudes de sus otros dos lados, entonces el triángulo es rectángulo.

    Existen diversas ternas de números {a, b, c}  que satisfacen la relación a² + b² = c². La más simple es {3, 4, 5}; otras son {5, 12, 13}, {8, 15, 17} y {7, 24, 25}. Si {a, b, c} es una de tales termas, entonces también lo es {ka, kb, kc}, donde k es un entero positivo cualquiera[3].


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[1] El ángulo recto se formaba entre los lados de longitudes iguales a 3 y 4, ya que 3² + 4² = 5².

[2] En la antigüedad los agrimensores eran conocidos como «tendedores de cuerdas», eran el equivalente al topógrafo actual; destinados a la delimitación de superficies y a la medición de áreas.

[3] Esta última terna puede representarse por un triángulo rectángulo cuyos lados son iguales a k veces los lados a, b, c del triángulo original y cuyos ángulos son iguales a los de este.



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Filosofía,

Friedrich Nietzsche, Más allá del bien y del mal (Máximas e interludios)

octubre 17, 2016 Uchutenshi 0 Comments


En toda filosofía hay un punto en el que entra en escena la «convicción» del filósofo o, para decirlo con palabras de un antiguo «misterio»:

Ha llegado un asno
Hermoso y muy fuerte. (8)


Cuando la memoria nos recuerda que uno ha sido el sujeto actuante en una determinada acción, el orgullo contesta con severidad que eso es mentira; sin embargo, al final, el orgullo somete a la memoria. (68)

Si uno tiene carácter, también tiene una experiencia típica y propia, que retorna siempre. (70)

"El sabio como astrónomo". Mientras adviertas y sientas a las estrellas más arriba de tu cabeza, no posees aún la mirada de la sabiduría. (71)

Lo que hace al humano superarse, no es la intensidad  de un sentimiento elevado, sino la duración del mismo. (72)

Quien alcanza su ideal, justo por ello va más allá de él. (73)

Es terrible morir de sed en medio del mar. ¿Necesitan ustedes salar su verdad tanto que ya siquiera les puede servir... para apagar la sed? (81)

¡Es tan frío, tan helado que al tocarlo nos quemamos los dedos! ¡Toda mano que lo sostiene se espanta! Y justo por ello más de uno lo tiene por ardiente. (91)

Cuanto más abstracta sea la verdad que quieres mostrar, más necesidad tendrás de concentrar todos tus sentidos en ella. (128)

Toda credibilidad , toda buena conciencia, toda evidencia de verdad procede de los sentidos. (134)

Todo lo que rodea a un héroe se convierte en tragedia; en torno a mi, Dios el drama satírico; y en torno a Dios... ¿No se volverá, tal vez, "mundo"? (150)

La objeción, la travesura, la desconfianza jovial, el gusto por la burla son signos de salud. Toda forma de absoluto pertenece al dominio de la patología. (154)


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Posmodernismo,

¿Qué tan posmoderno eres?

octubre 15, 2016 Uchutenshi 2 Comments



El posmodernismo es una realidad fatídica y seduce incluso a las mentes mas rigurosas. Descubre qué tan posmo eres, con este breve cuestionario.





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Epistemología,

Epistemología

octubre 15, 2016 Uchutenshi 0 Comments



Cuando hablamos de epistemología suele haber un acuerdo generalizado sobre su objeto de estudio que tiene que ver con el conocimiento y cómo lo adquirimos. M. R. Ceberio y Paul Watzlawick la definen de la siguiente manera:

    «[...] el término epistemología deriva del griego episteme que significa conocimiento, y es una rama de la filosofía que se ocupa de todos los elementos que procuran la adquisición de conocimiento e investiga los fundamentos, límites, métodos y validez del mismo»¹.

    Es importante advertir la diferencia entre gnoseología —cuyo objeto de estudio es el conocimiento en general— y la epistemología que se interesa por el conocimiento científico².
    A continuación expongo temas de interés para el desarrollo de una epistemología —entendida como teoría de la ciencia e investigación— conforme a las tendencias filosóficas y avances científicos contemporáneos³.

1.Las ciencias formales.

Lógica y matemáticas. Con frecuencia se hace referencia a la lógica y a las matemáticas como (ejemplos de) ciencia. ¿En qué sentido son (estas disciplinas) ciencias? ¿Cómo podemos conocer las verdades lógicas y matemáticas? ¿A qué verdad apelan? ¿Cuál es la relación entre las matemáticas y la ciencia empírica?

2.La descripición científica.

¿Qué es lo que constituye una descripción científica adecuada? ¿Cuál es la lógica de la formación de los conceptos que intervienen en dicha descripción?

   3.La explicación científica.

¿Qué es lo que se quiere decir cuando se afirma que la ciencia explica? ¿Qué es una explicación científica? ¿En qué consiste? ¿Existen otro tipo de explicaciones? En caso afirmativo, ¿cómo están relacionados estos tipos de explicación con la explicación científica?

4.Predicción.

Se afirma que la ciencia predice. ¿Cómo es esto posible? ¿Cómo se relacionan la predicción y la explicación? ¿Cuál es la relación entre estas dos últimas y la prueba científica?

5.Causalidad y leyes.

La ciencia explica por medio de leyes. ¿Qué son las leyes científicas? ¿Cómo ayudan a explicar? Excesivas leyes son conocidas como leyes causales. ¿Hay leyes que no sean causales? En caso afirmativo, ¿qué son estas?

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¹ «La construcción del universo. Conceptos introductorios y reflexiones sobre epistemología, constructivismo y pensamiento sistémico», Barcelona, Herder, 1998,

² Filosofía de la Ciencia, Filosofía de la mente, Teoría de la Ciencia, Teoría de conocimiento, Teoría de la Investigación Científica, etcétera.


³ Versión de una propuesta original de Klemke, Hollinger y Kline en su «Introductory Readings in the Philosophy of Science», 1980.





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Filosofía analítica,

Tractatus logico-philosophicus (Prólogo)

octubre 15, 2016 Uchutenshi 0 Comments


Posiblemente sólo entienda este libro quien ya haya pensado alguna vez por sí mismo los pensamientos que en él se expresan o pensamientos  parecidos. No es, pues, un manual. Su objetivo quedaría alcanzado si procurara deleite a quien, comprendiéndolo, lo leyera. El libro trata los problemas filosóficos y muestra —según creo— que el planteamiento de estos problemas descansa en la incomprensión de la lógica de nuestro lenguaje. Cabría acaso resumir el sentido entero del libro en las palabras: lo que si quiera puede ser dicho, puede ser dicho claramente; y de lo que no se puede hablar hay que callar. El libro quiere, pues, trazar un límite al pensar o, más bien, no al pensar, sino la expresión de los pensamientos: porque para trazar un límite al pensar tendríamos que poder pensar ambos lados de este límite (tendríamos, en suma, que poder pensar lo que no resulta pensable).

    Así pues, el límite sólo podrá ser trazado en el lenguaje, y lo que reside más allá del límite será simplemente absurdo.

    En qué medida coincida mi empeño con el de otros filósofos es cosa que no quiero juzgar. Lo que aquí he escrito, ciertamente, no aspira en particular a novedad alguna; razón por la que, igualmente, no aduzco fuentes: me es indiferente si lo que he pensado ha sido o no pensado antes por otro.

    Quiero mencionar simplemente que debo a las grandes obras de Frege y a los trabajos de mi amigo Bertrand Russell buena parte de la incitación a mis pensamientos.

    Si este trabajo tiene algún valor, lo tiene en un doble sentido. Primero, por venir expresados en él pensamientos, y este valor será tanto más grande cuanto mejor expresados estén dichos pensamientos. Cuanto más se haya dado en el clavo. En este punto soy consciente de haber quedado muy por debajo de lo posible. Sencillamente porque para consumar la tarea mi fuerza es demasiado escasa. Otros vendrán, espero, que lo hagan mejor.

    La «verdad» de los pensamientos aquí comunicados me parece, en cambio, intocable y definitiva. Soy, pues, de la opinión de haber solucionado definitivamente, en lo esencial, los problemas. Y, si no me equivoco en ello, el valor de este trabajo se cifra, en segundo lugar, en haber mostrado cuán poco se ha hecho con haber resuelto estos problemas.

L. W.
Viena, 1918


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Amor,

Kitsch, amor y letras

octubre 11, 2016 Uchutenshi 0 Comments



Hace no mucho tiempo mantenía un agradable y estéril debate sobre surrealismo y metafísica con André Breton y Jonathan Barnes. Nos encontrábamos en el Bar La Ópera, donde Pancho Villa disparó en la época revolucionaria. Acontecimiento que aplaudía Breton con particular alegría. En un momento de lucidez, muy frecuente en él, sentenció:

    «Un filósofo a quien yo no entienda es un cerdo».

    Barnes añadió:

    «Los astrónomos no debaten con los astrólogos»

    Los tres celebramos y vitoreamos la verdad tras esas palabras. Después de todo —señalé—, los filósofos que monopolizan la palabra y se valen de una retórica oscura y opaca no necesariamente «saben más», sino que hablan más; tienen la desgraciada costumbre de ladrar estupideces sin tregua. Cada pérfida reflexión filosófica que gruñen se repite una y otra vez; encuentro una notoria diferencia entre el mundo teórico de la filosofía barata y la vida real. La desapacible y repelente vida real; que incluye la codicia, el odio, la corrupción y la muerte. Hastiado y confuso celebro la fruición por beber. ¡Salud!

    —¡SALUD!

    —¡SALUD!

    Discutimos por horas temas más importantes que aquejan a la sociedad: partidos políticos, los músicos de jazz, libre mercado, los clubes de fútbol, la juventud sin valores y, principalmente, las mujeres. Después de todo, no existe algo tan potencialmente peligroso, como un hombre enamorado de una mujer; si esto sucede, únicamente puede hacer tres cosas: amarla, sufrir por ella, o convertirla en literatura.

    La infancia de Barnes transcurrió sin mayores contratiempos en el pequeño pueblo de Much Wenlock, Inglaterra. Fue en esta breve pero entrañable etapa, en la que adquirió el gusto por la historia y la filosofía. Su abuela Margaret solía contarle viejas historias que alimentaban su imaginación. Ese día, mientras los tres discutíamos sobre los peligros del amor, Barnes recordó un viejo relato que le contó su difunta abuela:

    En el lejano año de 1355, el que sería conocido como el rey Pedro I de Portugal, se enamoró de Inés; hermosa dama de compañía de su esposa, Constanza. Finalmente se casaron en secreto. Para evitar que la hermosa muchacha fuese coronada, el padre de Pedro ordenó asesinarla, la orden fue ejecutada limpiamente y la bella Inés abandonó el mundo de los mortales. Pedro se entero de la afrenta, por lo que se levanto en armas y le declaro la guerra a su padre; el monarca de Portugal, Alfonso IV. La batalla duró cuarenta días con sus noches, Pedro salió victorioso y,  finalmente, se convirtió en monarca de Portugal. Una vez instaurado en el poder, Pedro I coronó al cadáver de su difunta amante; fue ataviado con vestimentas reales, sentado en el trono y nombrado «Reina de Portugal». Durante el mandato del monarca los nobles del reino fueron obligados a brindarle homenaje a Inés, como señal de fidelidad y vasallaje.

    El breve relato de Barnes confirmó nuestras sospechas sobre los peligros del amor y me recordó una vieja historia que leí en el periódico local:

    En el año de 1927, Carl von Cosel, médico destacado de cincuenta años de edad, abandonó su ciudad natal en Dresde, Alemania, para hacer una nueva vida en Key West, Florida. Una vez instalado, comenzó a trabajar en el Hospital de la Marina de los Estados Unidos como radiólogo y patólogo. La vida le sonrió, después de todo, Cosel fue dotado de gran inteligencia y extraordinario talante; instalo un pequeño taller en su casa donde construyó numerosos inventos y equipo militar al que afectuosamente llamaba «Condesa Elaine». Todo marchaba espléndidamente hasta que, en abril de 1930, una paciente cambiaría su vida.

    Maria Elena Milagro de Hoyos, una bella joven cubana de veintiún años de edad que había sido diagnosticada con tuberculosis. Cosel quedó totalmente enamorado de la joven, se obsesiono e intento todo tipo de tratamientos para salvarle la vida; desde pociones alquímicas hasta descargas eléctricas. Elena murió trece meses después, contaba con veintidós años de edad. Devastado por la muerte de su amada, el médico se ofreció a pagar el funeral y construyó un mausoleo diseñado por él mismo, con un ataúd lleno de sustancias metálicas tales como formaldehído para preservar el buen estado del cadáver.

    Durante las siguientes noches el médico comenzó a visitar el sarcófago de Elena, este gastaba las horas «conversando» con su difunta musa. Cosel mantuvo esta actividad por doce semanas hasta que, finalmente, el médico logró escuchar la voz de su amada. Elena le pidió ser retirada de la prisión en la que se encontraba. A partir de ese momento la obsesión por resucitar a Elena hizo que Cosel cometiera locuras de inverosímil concepción: el médico fijó los huesos del cuerpo con ganchos de alambre y cuerdas de piano, llenó de trapos mojados con sustancias alquímicas los órganos ya deshidratados de Elena. Reparó su piel con cera, seda y yeso, sustituyendo sus ojos por unos de vidrio para así recrear el hermoso rostro de su amada. Días después Cosel celebró una ceremonia de matrimonio. Mantuvo esta relación por siete años, hasta que fue descubierto por las autoridades y despojado del objeto de su deseo.

    —Otro caso menos evidente pero no por ello menos cuestionable —señaló Breton— es el de un profesor de filosofía y su joven y vulnerable alumna. En este particular el objeto amado no era una mujer, sino un hombre —la mujer que decide entregar su corazón a un hombre —intervino Barnes— busca un compañero leal, mantiene la relación bajo el signo del respeto y la paridad personales.

    —Razón te daría, querido amigo —masculló Breton, con evidente malestar facial—, pero esta relación no fue mantenida bajo el signo del respeto y la paridad personales porque, como escribe Dostoievski, para nosotros cuentan sólo las personas que amamos, mientras que las que nos aman es como si no existieran:

    «Tú serás quien eres. Y lo mismo seré yo», le escribía Heinrich Blücher a Hannah Arendt poco antes de casarse con ella. Blücher la amaba, pero ella tenía la desgracia de amar a Heidegger y probablemente no fue el genuino y libre amor como el que demostraba esa carta de Blücher escrita en septiembre de 1936. Heidegger, uno de los maestros más importantes de la filosofía del siglo XX, empezaba a seducir a la alumna de diecinueve años elogiando su inteligencia y su alma, ofreciéndose como un guía paterno para ayudarla a permanecer fiel a sí misma, asegurando comprender las inefables inquietudes de su juventud y pidiéndole que comprendiera la tremenda soledad de su vida ascéticamente sacrificada al estudio y a la conciencia.

    Heidegger es un ejemplo de cómo se pueden simular —incluso con uno mismo— sentimientos aparentemente atormentados y bastante útiles para tiranizar a los demás, poniéndolos al servicio de la pretendida hipersensibilidad de uno; es así que inicia una penosa historia de amor. Tras una primera fase pasional, después transformada en una tierna amistad, la historia se prolongó a lo largo de toda la vida de ambos, con grandes vacíos e interrupciones ligadas a trágicos acontecimientos históricos como la llegada del nazismo, el exilio de la judía Hannah, la Segunda Guerra Mundial, la Alemania dividida y abochornada obligada a ajustar cuentas con su pasado y con los horrores del exterminio. Martin Heidegger y Hannah Arendt fueron y continúan siendo dos protagonistas del «terrible siglo Veinte», dos personalidades cuya grandeza y cuyo significado no pueden ser menoscabados por una relación sentimental en la que la única grandeza fue la valentía de Hannah Arendt y sobre todo la fidelidad de su afecto, que no logró borrar ni el tiempo ni los espantosos lutos y delitos acaecidos en aquella época. Es sobre Heidegger —por supuesto el más grande de los dos, una figura central en la historia de la civilización— sobre quien este avatar arroja una luz ora torva ora mezquina, entrelazándose a su compromiso con el nazismo.

    Las pruebas eran contundentes y los tres consentimos jamás enamorarnos, por más atractivo que nos pudiera parecer. Continuamos bebiendo hasta el amanecer y, finalmente, abandonamos «La Ópera». Nos despedimos con entusiasmo y nos dirigimos a la salida, jamás nos volvimos a ver. Después de todo no somos sino despojos expelidos en los márgenes delincuentes de esta ciudad asfixiada...


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